Viaje de Placer
El sol de la tarde caía como un manto de oro líquido sobre el puerto de Buenos Aires, donde el Río de la Plata se extendía como una serpiente perezosa, lamiendo los muelles con olas suaves y caprichosas. Era un día de diciembre de 2025, con el aire cargado de sal y promesas de vientos cálidos que llevarían lejos cualquier rastro de la ciudad ruidosa. En la dársena privada, reservada para los peces gordos que no se mezclaban con el vulgo, un yate reluciente de cincuenta metros de eslora aguardaba como un leviatán de lujo, sus cubiertas de teca pulida brillando bajo el sol, y sus velas plegadas listas para desplegarse como alas de un águila depredadora.
Un Mercedes negro azabache se detuvo con un ronroneo discreto junto a la pasarela. De él descendieron cuatro mujeres que parecían haber sido esculpidas por un dios lascivo y caprichoso. Eran modelos, sí, pero no de las que posan en pasarelas con sonrisas etéreas; estas eran profesionales del placer, contratadas por tarifas que harían sonrojar a un banquero. Carlos, el millonario argentino de cincuenta años, dueño de una cadena de casinos en Las Vegas y propiedades que se extendían desde la Patagonia hasta las playas de Mónaco, las había seleccionado meticulosamente a través de una agencia discreta. Quería variedad, sumisión absoluta y cuerpos que respondieran como instrumentos afinados a sus caprichos más oscuros. BDSM era su vicio privado, un ritual de control que lo hacía sentir como un emperador en su propio imperio flotante.
Primero bajó Claudia, la rubia. Alta, con curvas que desafiaban la gravedad, su melena platino caía en ondas perfectas hasta la mitad de su espalda desnuda, apenas cubierta por un vestido rojo ceñido que acentuaba sus senos generosos, D-cup que se mecían con cada paso. Sus ojos azules, fríos como el acero, escaneaban el entorno con la profesionalidad de quien ha visto mil yates y mil hombres como Carlos. Tenía veintiocho años, y su piel pálida estaba marcada por un tatuaje sutil en la cadera: una rosa con espinas, recordatorio de sus noches en clubes de Berlín donde el dolor se mezclaba con el éxtasis.
Detrás de ella, Flor y Carla, las morochas gemelas en espíritu aunque no en sangre. Ambas de treinta, con cabelleras negras como la medianoche que les llegaban a los hombros en cortes asimétricos. Flor era la más atlética, con piernas tonificadas de gimnasta y un culo redondo que parecía esculpido para ser azotado. Carla, en cambio, tenía una suavidad felina, senos más llenos y una boca carnosa que prometía pecados orales inolvidables. Vestían idénticos monos negros de cuero sintético, ajustados como una segunda piel, que dejaban poco a la imaginación. Sus ojos castaños brillaban con una mezcla de anticipación y resignación; habían compartido clientes antes, pero ninguno como Carlos, cuyo rumor en los círculos exclusivos hablaba de sesiones que duraban días y dejaban marcas que tardaban semanas en borrarse.
Por último, Ceci, la pelirroja. Veintiséis años de fuego puro, con pecas salpicando su nariz respingada y un cuerpo esbelto pero curvilíneo, como una sirena salida de un sueño febril. Su cabello cobrizo caía en rizos salvajes hasta sus glúteos, y sus labios rojos, pintados con un carmín que gritaba "devórame", curvados en una sonrisa juguetona. Llevaba un top cropped verde esmeralda que exponía su ombligo piercingado y shorts vaqueros que apenas cubrían la curva de sus nalgas. Era la novata del grupo, contratada por su frescura y su reputación en fiestas swinger de Río, pero su mirada verde revelaba que no era ingenua: sabía que este viaje en yate sería una prueba de fuego.
El chofer, un tipo fornido y silencioso con uniforme impecable, las ayudó con el equipaje mínimo: maletas de diseñador llenas de lencería, juguetes y cremas lubricantes. "El señor las espera a bordo", murmuró, señalando la pasarela. Las mujeres subieron con gracia felina, sus tacones resonando en la madera. El yate, bautizado Lujuria Eterna, vibraba con el ronroneo de sus motores diésel, listo para zarpar hacia el Atlántico abierto, un viaje de tres días sin interrupciones, sin testigos, solo el mar como confidente de sus secretos.
Carlos las esperaba en la cubierta principal, reclinado en un sofá de cuero blanco bajo un toldo sombreado. Alto, de complexión atlética para su edad, con cabello plateado peinado hacia atrás y una barba recortada que acentuaba su mandíbula cuadrada. Vestía pantalones chinos blancos y una camisa de lino desabotonada hasta el pecho, revelando un medallón de oro con el símbolo de un látigo entrelazado. Sus ojos oscuros las devoraron una a una, como un lobo evaluando a su presa. En su mano derecha, un vaso de whisky Macallan de veintiún años; en la izquierda, un control remoto negro, precursor de los placeres y dolores que vendrían.
"Bienvenidas, mis putas de lujo", dijo con voz grave, un acento porteño pulido por años en el extranjero. Se levantó con lentitud deliberada, su erección ya semi-dura visible bajo la tela fina, un recordatorio de que el juego había empezado. "Suban las maletas abajo. Y recuerden las reglas: lo que digo, se hace. Sin preguntas, sin límites... excepto los míos. ¿Entendido?"
"Sí, señor", respondieron al unísono, sus voces un coro sedoso. Claudia lideró el descenso a la suite principal, un paraíso de mármol y cristal con una cama king-size, jacuzzi y un armario lleno de artilugios BDSM: esposas de terciopelo, látigos de cuero, plugs anales de cristal y vibradores con control remoto.
Mientras el capitán, un veterano discreto que sabía mirar para otro lado, daba la orden de zarpar, el yate se deslizó suavemente lejos del muelle. El horizonte de Buenos Aires se empequeñecía: el Obelisco, las torres de Puerto Madero, todo se convertía en un borrón lejano. El viento salado azotaba las caras de las mujeres cuando regresaron a cubierta, y Carlos las esperaba con una sonrisa depredadora.
"Primera orden del día", anunció, su voz cortando el aire como un filo. "Desvístanse. Todo. Ahora." Sus ojos se clavaron en ellas, y ninguna dudó. Claudia se despojó del vestido rojo, revelando un cuerpo desnudo salvo por un tanga de encaje negro que mordía sus caderas. Flor y Carla se quitaron los monos con sincronía casi coreografiada, sus senos rebotando libres, pezones ya endurecidos por la brisa marina. Ceci, con un gemido juguetón, dejó caer el top y los shorts, su coño depilado reluciendo bajo el sol, un piercing en el clítoris que captaba la luz como una joya prohibida.
"Ahora, vístanse como se merecen", continuó Carlos, señalando una mesa con paquetes envueltos. "Medias de red hasta el muslo, portaligas negros con ligueros. Nada más. Quiero verlas expuestas, listas para servirme." Las mujeres obedecieron, sentadas en la cubierta con piernas abiertas para ajustarse las prendas. Claudia deslizó las medias por sus piernas largas, el nylon rasgando ligeramente contra su piel, mientras el portaliga se ceñía a su cintura, los tirantes tensos contra sus muslos. Flor y Carla, arrodilladas, se ayudaron mutuamente, sus dedos rozando accidentalmente –o no– los pliegues húmedos de sus sexos. Ceci, la más audaz, se inclinó hacia adelante, su culo en pompa mientras fijaba los ganchos, ofreciendo una vista que hizo que la polla de Carlos se endureciera por completo.
El yate ya navegaba a velocidad de crucero, el mar abierto extendiéndose como un lienzo infinito. Carlos se acercó, su mano grande palmeando el culo de Claudia con un golpe seco que resonó como un trueno. "Buena chica. Ahora, al trabajo. Claudia, Ceci, besen a Flor y Carla. Muéstrenme cómo se devoran entre sí. Quiero lenguas, quiero saliva, quiero que se mojen tanto que el portaliga se empape."
Era el comienzo del lesbianismo dirigido, su fetiche favorito: no era caos lésbico, sino un ballet orquestado por su voluntad. Claudia se acercó a Flor, sus labios rojos capturando los de la morocha en un beso voraz. Lenguas se enredaron, húmedas y urgentes, mientras las manos de Claudia amasaban los senos de Flor, pellizcando los pezones hasta que esta gimió contra su boca. Al lado, Ceci devoraba a Carla, su melena pelirroja cayendo como una cascada sobre los hombros de la morocha. "Chupa su lengua como si fuera mi polla", ordenó Carlos, y Ceci obedeció, succionando con fuerza mientras sus dedos se hundían en el coño de Carla, abriéndolo como una flor bajo la lluvia.
Las mujeres se retorcían en la cubierta, el sol calentando sus pieles expuestas, el viento azotando sus cabellos. Carlos observaba, masturbándose lentamente a través de los pantalones, su control remoto en la otra mano. Pulsó un botón, y un zumbido bajo llenó el aire: los vibradores que habían insertado discretamente en sus coños antes de subir al yate cobraron vida, un pulso bajo e insistente que las hacía jadear. "No se corran sin permiso", gruñó. "Si lo hacen, azotes para todas."
El beso se intensificó. Claudia empujó a Flor contra el sofá, sus muslos envueltos en medias frotándose contra los de la morocha. "Abre las piernas, puta", susurró Claudia, obedeciendo la indirecta de Carlos. Flor se abrió, su coño moreno y húmedo expuesto, y Claudia hundió la cara allí, lamiendo con avidez, su lengua plana trazando círculos alrededor del clítoris hinchado. Flor arqueó la espalda, sus uñas clavándose en los hombros de Claudia. "¡Sí, joder, lame más profundo!"
Al lado, Ceci tenía a Carla de rodillas, la morocha con el culo en pompa, portaliga tenso contra sus nalgas. "Come su culo", ordenó Carlos, y Ceci separó las nalgas de Carla, su lengua rosada lamiendo el ano fruncido con devoción. Carla gimió, empujando hacia atrás, mientras Ceci alternaba entre el coño y el culo, succionando jugos que goteaban por los muslos de red. El vibrador en su interior zumbaba más fuerte ahora, pulsado por Carlos, y Ceci jadeaba contra la piel de Carla, su propio coño chorreando lubricante natural sobre la cubierta.
Carlos no aguantó más. Se desabrochó los pantalones, liberando su polla gruesa, venosa, de unos veinte centímetros, con el glande ya perlado de precum. "Claudia, Ceci, de rodillas. Chúpenme mientras terminan con ellas." Las dos se arrastraron, sus bocas ávidas uniéndose a la de él. Claudia lamió el eje desde la base hasta la punta, su lengua experta trazando venas, mientras Ceci succionaba los huevos pesados, metiéndolos uno a uno en su boca caliente. Flor y Carla, aún entrelazadas, se besaban ahora con furia, dedos hundidos en coños mutuos, masturbándose bajo las órdenes de Carlos: "Follaos con los dedos, pero no os corráis. Guardadlo para mí."
El ritmo se aceleró. Carlos follaba la boca de Claudia con embestidas profundas, su glande golpeando la garganta de la rubia hasta que lágrimas de esfuerzo rodaban por sus mejillas. "Traga, zorra, traga todo", gruñía, y ella lo hacía, su gargant gimiendo alrededor de la carne dura. Ceci lamía lo que Claudia no podía, sus lenguas chocando en la polla de Carlos en un beso húmedo y compartido. Abajo, Flor y Carla alcanzaban el borde, sus cuerpos temblando, pero Carlos las detuvo con un chasquido: "¡Alto! Ahora, al revés. Flor, come a Ceci. Carla, lame a Claudia."
Las mujeres rotaron como marionetas en sus hilos. Flor se enterró entre las piernas de la pelirroja, su lengua invadiendo el coño depilado, saboreando el dulce almizcle mientras el vibrador zumbaba dentro. Carla, más salvaje, mordisqueaba el clítoris de Claudia, dedos curvados en un "ven aquí" que hacía que la rubia gritara. El yate cabeceaba suavemente con las olas, sincronizándose con sus gemidos, el mar testigo indiferente de la orgía incipiente.
Carlos eyaculó primero, un torrente caliente que llenó la boca de Claudia. "¡Traga, puta! Todo." Ella obedeció, su garganta convulsionando, un hilo de semen escapando por la comisura de sus labios para ser lamido por Ceci. El sabor salado las excitó más, y Carlos, aún duro –gracias a una pastilla de Viagra discreta–, las ordenó a todas de rodillas. "Ahora, el ritual de bienvenida. Cada una me follará la polla con la boca hasta que yo diga basta. Y mientras, se tocan entre sí."
Fue un carrusel de bocas: Claudia succionando con vacuidad experta, Flor lamiendo el perineo, Carla tragando huevos, Ceci besando el glande. Sus manos vagaban, dedos en coños y anos, lesbianismo forzado que las hacía gemir en armonía. Carlos controlaba el vibrador, alternando intensidades, llevando a cada una al borde una y otra vez. "No os corráis", repetía, su voz un látigo verbal. El sol se ponía ahora, tiñendo el cielo de rojos y naranjas que reflejaban el rubor en sus pieles sudorosas.
Horas después, cuando el crepúsculo dio paso a la noche estrellada, Carlos las llevó abajo, a la suite. El aire acondicionado contrastaba con el calor de sus cuerpos, y el jacuzzi burbujeaba invitador. "Primera noche: preparación para el anal", anunció, sacando plugs de acero inoxidable, graduados en tamaño. "Claudia, tú la más grande. Arrodíllate y lubrica tu culo con tu propia saliva."
Claudia obedeció, escupiendo en su mano y untando el ano rosado, dilatándolo con dos dedos mientras Carlos observaba. El plug, ancho como tres dedos, se hundió lentamente, estirándola hasta que gimió de dolor-placer. "Buena chica. Ahora, las demás, mirad y aprended." Una a una, Flor, Carla y Ceci se prepararon, sus culos expuestos en la cama, portaligas bajados a los tobillos. Los plugs entraron con lubricante extra, el frío metal contrastando con el calor interno, y Carlos pulsaba el control remoto para vibrarlos intermitentemente.
"Ahora, el show lésbico anal", ordenó. "Claudia y Flor, comeros los coños mientras los plugs vibran. Carla y Ceci, id al sesenta y nueve, pero con dedos en los culos." Las parejas se formaron en la cama king, cuerpos entrelazados en un tapiz de carne. Claudia encima de Flor, su coño frotándose contra la boca de la morocha, el plug en su culo zumbando contra el de Flor cada vez que se movían. Lenguas lamían clítoris, succionaban labios vaginales, mientras dedos giraban plugs, dilatando anos para la follada inminente.
Carla y Ceci, en el suelo alfombrado, rodaban en un enredo pelirrojo-moreno. Ceci arriba, su culo pelirrojo sobre la cara de Carla, quien lamía vorazmente, lengua hundiéndose en el coño mientras dos dedos jodían el plug en el ano de Ceci. "Más profundo, Carla, hazla gritar", mandaba Carlos, su polla endureciéndose de nuevo. Él se masturbaba despacio, dirigiendo: "Ceci, muerde su clítoris. Hazla sangrar un poco si quieres, pero no demasiado."
Los gemidos llenaban la suite, ecos rebotando en las paredes insonorizadas. El yate surcaba la noche, lejos de cualquier radar, un mundo privado de depravación. Carlos se unió finalmente, arrodillándose detrás de Claudia. "Saca el plug, Flor. Es hora de que mi polla reclame este culo." Flor obedeció, el ano de Claudia quedando abierto, rosado y palpitante. Carlos untó lubricante en su glande y empujó, lento al principio, el anillo muscular resistiendo antes de ceder. Claudia gritó, un sonido gutural de sumisión, mientras él la penetraba centímetro a centímetro, sus bolas golpeando contra el coño de Flor abajo.
"Fóllame, señor, rómpeme el culo", suplicó Claudia, y Carlos aceleró, embestidas brutales que la hacían rebotar sobre la cara de Flor. El lesbianismo continuaba: Flor lamía el coño de Claudia mientras la polla de Carlos la follaba analmente, lengua capturando jugos que goteaban. Al lado, Carla y Ceci alcanzaban su propio clímax dirigido: "Córrete ahora, Ceci, en la boca de Carla", ordenó Carlos, y la pelirroja explotó, chorros de squirt empapando la cara de la morocha, quien tragaba ávidamente.
Carlos rotó posiciones toda la noche. Primero, folló el culo de Flor mientras ella comía a Ceci; el ano apretado de la morocha lo ordeñaba, sus paredes contrayéndose alrededor de su polla mientras gemía contra el coño pelirrojo. "Traga su squirt, Flor, cada gota", mandaba, y ella lo hacía, garganta trabajando mientras Carlos la sodomizaba sin piedad, sus manos azotando las nalgas hasta dejar marcas rojas como huellas de garras.
Luego fue Carla, la más sumisa. La puso a cuatro patas en el jacuzzi, agua burbujeante lamiendo sus tetas, y la penetró analmente mientras Ceci lamía sus bolas desde abajo. "Empújate hacia atrás, puta, fóllate mi polla con tu culo", gruñía Carlos, y Carla obedecía, caderas girando en círculos, el plug de Ceci vibrando contra su perineo. El lesbianismo se intensificó: Ceci chupaba el clítoris de Carla, lengua rápida como un colibrí, mientras Flor y Claudia se besaban sobre ellas, dedos en coños mutuos, preparándose para la ronda siguiente.
Ceci fue la última, su culo virgen para Carlos –al menos en este contrato–. La pelirroja temblaba de anticipación cuando él la levantó contra la pared de cristal, piernas abiertas en V, portaliga colgando como un trofeo. "Mírame a los ojos mientras te abro el culo", ordenó, y ella lo hizo, verdes esmeraldas fijas en sus oscuros mientras el glande presionaba su ano. Entró con un pop audible, el estiramiento haciendo que Ceci aullara, uñas clavándose en sus hombros. "¡Duele, señor, pero fóllame más!" Y él lo hizo, embestidas salvajes que la alzaban del suelo, su polla enterrada hasta la empuñadura.
Mientras la follaba, ordenó a las otras: "Claudia, lame su coño. Flor y Carla, chupad mis huevos y su clítoris expuesto." Fue un festín: lenguas por todas partes, bocas succionando, el jacuzzi salpicando con cada thrust. Ceci se corrió primero, su ano contrayéndose alrededor de la polla de Carlos como un puño, chorros calientes empapando la cara de Claudia. "¡Traga, rubia, traga su placer!", y Claudia lo hizo, lengua bebiendo como una sedienta.
Carlos eyaculó en el culo de Ceci, un torrente que la llenó hasta rebosar, semen blanco goteando por sus muslos de red. "No lo dejes escapar", mandó, y Ceci apretó, conteniéndolo mientras las otras lamían el exceso, lenguas compitiendo por cada gota. Luego, el ritual final: todas de rodillas, bocas abiertas, y Carlos las hizo turnar succionando su polla limpia, tragando los restos de semen mezclado con lubricante y jugos anales. "Tragad, putas. Este es vuestro néctar."
La noche se extendió en una bruma de orgasmos controlados y azotes. Carlos usó el látigo de cuero en las nalgas de Flor por correrse sin permiso, dejando rayas rojas que Ceci lamió después, calmando el ardor con su lengua. Esposas de terciopelo ataron a Carla a la cama mientras Claudia y Ceci la follaban con un strap-on doble, ordenado por Carlos: "Hacedla gritar mi nombre." Y gritó, "¡Carlos, joder, rómpeme!", mientras el yate mecía sus cuerpos en un ritmo eterno.
Al amanecer del segundo día, el mar era un espejo azul bajo el sol naciente. Las mujeres despertaron exhaustas pero ansiosas, cuerpos marcados por chupetones, azotes y plugs aún insertados. Carlos las reunió en la cubierta de proa, desayuno de frutas y champagne esperándolas –desnudas, claro, con solo medias y portaligas. "Hoy, exploramos límites", dijo, sacando un maletín de juguetes avanzados: un fisting glove lubricado, un sybian vibrador montado, y cuerdas de shibari para ataduras artísticas.
Empezó con el sybian. Claudia fue la primera, montando la máquina con su coño, el plug anal aún en su sitio. Carlos ató sus manos detrás de la espalda con cuerdas rojas, nudos intrincados que mordían su piel blanca. "Muévete, rubia, fóllate la máquina mientras nos miras." El sybian zumbaba a máxima potencia, el clítoris de Claudia frotándose contra el relieve, y ella cabalgaba como una amazona, senos rebotando, gemidos convirtiéndose en gritos. Las otras observaban, masturbándose bajo órdenes: Flor y Carla se lamían mutuamente los pezones, Ceci metía dedos en su propio culo.
"Ahora, lesbianismo grupal", ordenó Carlos cuando Claudia estaba al borde. "Todas sobre ella. Flor, come su coño sobre el sybian. Carla, chupa sus tetas. Ceci, besa su boca y pellizca sus pezones." Fue un torbellino: cuerpos apilados, lenguas y dedos everywhere. Claudia explotó en un orgasmo que la dejó temblando, squirt empapando la cubierta, y Carlos la obligó a lamerlo todo, "Traga tu propio jugo, puta, y el de ellas si gotea."
El fisting vino después, con Carla como voluntaria. Arrodillada en la cama, culo en pompa, Carlos lubricó su mano entera. "Relájate, morocha. Ceci, lame su ano para abrirlo." La pelirroja obedeció, lengua hundiéndose en el ano dilatado por el plug removido, mientras Flor y Claudia lamían los lados del coño de Carla, preparándola. Carlos empujó dos dedos primero, luego tres, curvándolos para masajear la pared interna. Carla jadeaba, "Más, señor, estira mi puta con tu puño." Cuatro dedos, luego el pulgar, y entró la mano, el puño completo enterrado en su coño, girando lentamente. Ella gritaba, orgasmos múltiples rasgando su cuerpo, mientras las otras lamían el clítoris expuesto y los labios estirados.
"No te corras sin mi semen", advirtió Carlos, sacando el puño con un pop húmedo y reemplazándolo con su polla. La folló vaginalmente primero, embestidas brutales, antes de girarla y reclamar su culo. "Anal ahora, Carla. Traga el plug de Ceci mientras te follo." Carla succionó el plug metálico, sabor a ano en su lengua, mientras Carlos la sodomizaba, bolas golpeando contra su coño chorreante. Eyaculó dentro, ordenando: "Aprieta, no lo dejes salir." Luego, lo expulsó en la boca de Flor, quien lo tragó con avidez, pasando el semen de boca en boca en un beso lésbico dirigido: Claudia a Ceci, Ceci a Carla, un círculo de tragos compartidos.
El día transcurrió en escenas similares: ataduras en la proa, con Flor suspendida de las vigas, piernas abiertas, mientras Carlos la follaba analmente colgando, su polla entrando y saliendo como un pistón. Ceci y Claudia lamían sus tetas y coño, lesbianismo colgante que la hacía balancearse como un péndulo. Azotes en la sala de máquinas, donde Carla recibió treinta golpes con una pala de cuero por "mirar mal", marcas hinchadas que Ceci besó después, calmando con hielo y lengua.
La noche del segundo día culminó en una orgía total. Todas atadas en la cama con cuerdas shibari, cuerpos entrelazados en un diamante de carne: Claudia encima, coño sobre la boca de Flor, culo expuesto para Carlos; Flor lamiendo, su propio coño lamido por Carla; Carla comiendo a Ceci, quien cerraba el círculo lamiendo el ano de Claudia. Carlos rotaba, follándolas analmente una a una en cadena: primero el culo de Claudia, saliendo para entrar en el de Flor, lubricado por los jugos previos. "Sientan mi polla pasar de culo en culo, putas", gruñía, y ellas gemían en eco, lenguas trabajando sin cesar.
Eyaculó en la boca de Ceci, un chorro masivo que ella tragó parcialmente, pasando el resto a Claudia en un beso profundo, luego a Flor, y así sucesivamente, hasta que cada una tuvo un sorbo de su esencia. "Tragad mi semilla, es vuestro alimento."
El tercer día amaneció tormentoso, nubes grises rodando sobre el Atlántico, pero el clima exterior no afectaba el infierno particular del yate. Carlos, revitalizado por el descanso, las despertó con vibradores en los anos, zumbando a bajo volumen. "Hoy, el gran final: doble penetración para todas, y un bukkake grupal."
Empezó con dobles: su polla en el culo, un strap-on en el coño, manejado por las otras bajo sus órdenes. Para Claudia: Carlos en su ano, Flor con el strap-on en su coño, embistiendo en tándem mientras Carla lamía el clítoris y Ceci chupaba tetas. "Sincronicen, folladla como una máquina", mandaba, y lo hacían, Claudia gritando en éxtasis, su cuerpo convulsionando en orgasmos que la dejaban laxa.
Flor fue siguiente: Carlos anal, Ceci vaginal con strap-on, las morochas lamiendo lados. El yate cabeceaba con la tormenta incipiente, olas salpicando la cubierta, pero ellas follaban adentro, ignorando el mundo. Carla: doble en la ducha, agua caliente cascando sobre ellas, Carlos en culo, Claudia en coño, deslizándose resbaladizo. Ceci: la más intensa, atada al mástil de la cubierta, expuesta a la lluvia fina, Carlos sodomizándola mientras Carla la penetraba vaginalmente, lesbianismo bajo la tormenta, truenos puntuando sus gritos.
El bukkake final fue en la sala de cine del yate, proyector mostrando un loop de sus propias grabaciones –Carlos había filmado todo con cámaras ocultas–. Arrodilladas en círculo, caras up, Carlos se masturbó sobre ellas, eyaculando en arcos blancos que salpicaban mejillas, labios, lenguas. "Abrid las bocas, tragad lo que podáis, lameros el resto." Se besaron, semen compartido en hilos viscosos, tragando colectivamente su ofrenda, cuerpos marcados por tres días de BDSM flotante.
Cuando el yate atracó de vuelta en Buenos Aires al atardecer del tercer día, las mujeres descendieron cambiadas: exhaustas, satisfechas, con culos sensibles y gargantas roncas. Carlos las despidió con bonos generosos y una promesa: "Volveremos a navegar pronto." Ellas subieron al Mercedes, medias rasgadas, portaligas aún puestos como trofeos, sabiendo que habían sido las putas perfectas en su imperio de placeres prohibidos.

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