Angeles caídos
I La casa estaba a oscuras, con el jardín lleno de malezas y señales de abandono. Era un enorme chalet ubicado en la calle Olleros, en Belgrano. Para llegar a la puerta de entrada había que subir por una corta escalera de piedra. Las chicas bajaron del taxi y se dirigieron a la casa. Era una fría medianoche de invierno y ellas se abrigaban con largos tapados. Romina, la rubia, tenía las llaves. Después de todo, era una de las casas de su familia. Verónica, la pelirroja, la seguía a dos pasos. Las dos estaban muy serias para sus quince años. Romina abrió la puerta, agarró un candelabro del suelo, encendió la vela y le hizo seña a la otra para que pasara. Luego cerró la puerta y se dirigió a la cocina, dejando a su compañera en la oscuridad del pasillo. En la cocina estaba la llave principal de la luz. Cuando la pulsó, la habitación se iluminó, pero el pasillo siguió igual. Romina salió de la cocina y le hizo un gesto a Verónica para que la siguiera. Llegaron a una habitación vacía...