La tia borracha en navidad
Era Navidad 2025. La familia reunida en la casa grande de los abuelos. Cena pesada, risas, regalos, brindis con sidra y vino tinto. A medianoche, todos se abrazaron, se desearon feliz Navidad y empezaron a dispersarse. Los primos pequeños se durmieron en el sillón, los tíos mayores subieron a sus cuartos tambaleantes, los padres se fueron a la cama agotados.
A las 3:17 de la mañana, la casa estaba en silencio absoluto. Solo quedaban él, Mateo, 18 años recién cumplidos, y su tía Laura, 42, divorciada, con tres copas de más. Sentados en el sofá del living, frente a la chimenea que aún ardía bajito. Ella llevaba un vestido negro ajustado, escote profundo, medias negras, tacones que ya se había quitado. El maquillaje corrido, el pelo revuelto, los ojos brillosos por el alcohol.
Mateo la miró. Ella le devolvió la mirada, lenta, sin parpadear. Se acercó un poco. Él le rozó la rodilla con la mano. Ella no se movió. Se inclinó más. Sus labios se encontraron. Beso suave al principio, labios calientes, húmedos. Luego más intenso. Lenguas chocando, saliva mezclándose. Ella gimió bajito en su boca.
La levantó del sofá. Ella se tambaleó un poco, riendo ebria. La llevó al cuarto de invitados del fondo, el más alejado. Cerró la puerta con llave. La empujó contra la pared. Le bajó el cierre del vestido de un tirón. El vestido cayó al suelo como un charco negro. Quedó en sostén push-up negro de encaje, tanga a juego, medias y liguero. Los pechos grandes, desbordando el sostén. Los pezones marcados, duros como piedras.
Le arrancó el sostén. Los pechos cayeron pesados. Los tomó con ambas manos, los apretó fuerte. Chupó un pezón, lo mordió suave. Ella jadeó, le agarró el pelo. Bajó la mano por su vientre, metió los dedos bajo la tanga. Coño depilado, labios hinchados, empapado. Le metió dos dedos de golpe. Ella soltó un gemido ronco, las piernas temblando.
La tiró sobre la cama. Le arrancó la tanga. Se arrodilló entre sus piernas abiertas. Le lamió el clítoris, lo chupó fuerte. Ella se retorcía, le clavaba las uñas en los hombros, susurrando “sí… mierda… sí…”. Le metió la lengua dentro, saboreando su humedad alcohólica.
Se levantó, se bajó los jeans y el bóxer. La polla salió dura, venosa, goteando. La apuntó al coño abierto. La penetró de un empujón lento pero profundo. Ella arqueó la espalda, soltó un grito ahogado. “¡Joder…!”. Empezó a embestir fuerte, el colchón crujiendo rítmicamente. Sus tetas rebotaban con cada golpe. Él le tapó la boca con la mano para que no gritara. Ella mordía sus dedos, gimiendo contra su palma.
La puso boca abajo. Le levantó las caderas. La volvió a penetrar por detrás, agarrándole las nalgas, separándolas. La folló así, profundo, viendo cómo su polla entraba y salía, cubierta de crema. Ella enterraba la cara en la almohada, ahogando los gemidos. Le dio nalgadas fuertes, dejando marcas rojas.
La giró de nuevo, la montó. Ella le clavó las uñas en el pecho. Él le chupaba los pezones mientras la penetraba más rápido. Sudorosos, jadeantes. “Me voy a correr…”, murmuró él. “Adentro… adentro… lléname…”, respondió ella, voz rota por el alcohol y el placer.
Embistió tres veces más, profundo. Se corrió dentro, chorros calientes llenándole el coño. Ella tembló, orgasmo simultáneo, apretándolo con las paredes internas. Se quedaron quietos un minuto, él aún dentro, goteando. Luego se desplomó sobre ella, sudados, exhaustos.
Ella se durmió casi al instante, borracha y satisfecha. Él se quedó un rato mirándola, el semen saliendo lento de su coño. Se vistió en silencio y salió del cuarto, cerrando la puerta con cuidado. La casa seguía en silencio. Nadie se enteró.

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