Herencia Prohibida



Acto 1: La Semilla de la Tentación

La mansión de Don Ernesto se erguía como un centinela decrépito en las afueras de Buenos Aires, un relicto colonial de paredes encaladas que el tiempo había agrietado como la piel de su dueño, rodeada de viñedos marchitos que susurraban promesas de cosechas pasadas bajo el sol implacable de diciembre. A sus ochenta años, Ernesto era un fósil viviente de la era de los caudillos: alto aún, aunque encorvado por el peso de las décadas, con una espalda que se curvaba como un sauce viejo, piel apergaminada surcada por arrugas profundas como surcos de arado en tierra seca, y manos temblorosas donde las venas azules protuberantes serpenteaban como ríos enfurecidos bajo una superficie que olía a tabaco rancio y loción de afeitar barata. Su barba blanca, rala y desprolija, enmarcaba un rostro anguloso donde los ojos grises –fríos como el acero de un cuchillo de carnicero– aún conservaban un brillo depredador, el último vestigio de un hombre que había follado a medio Buenos Aires en los años setenta, cuando las fiestas swinger en sus bodegas eran leyendas urbanas que se contaban en voz baja.

Viudo desde hacía una década, Ernesto pasaba sus días en un sillón de cuero agrietado en la biblioteca, un mausoleo de tomos polvorientos que olían a moho y a recuerdos eróticos: novelas prohibidas de Sade escondidas entre tratados de enología, fotos sepia de su esposa –una belleza de tetas firmes y coño siempre húmedo– follada por él en poses que harían sonrojar a un cura. Su polla, esa traidora reliquia, aún respondía al Viagra que tomaba como caramelos, endureciéndose en un tubo venoso de quince centímetros, glande morado y arrugado que goteaba precum espeso como vino añejo, un recordatorio de que la muerte no lo había reclamado del todo. Pero la soledad era un cáncer lento; necesitaba carne joven, un coño apretado que lo recordara vivo.

Lucía apareció en su vida como un milagro pagano un martes de calor sofocante. Diecinueve años, estudiante de arte en la UBA, con un cuerpo que parecía esculpido por un dios lascivo: piel olivácea suave como pétalos de jazmín fresco, melena negra azabache que caía en cascada hasta la curva de su culo redondo y alto, tetas firmes de copa C que rebotaban libres bajo blusas holgadas, pezones rosados y sensibles que se endurecían al roce de la brisa, y un coño depilado con labios carnosos que se humedecían con solo un pensamiento sucio. Sus caderas estrechas pero prometedoras se mecían con una inocencia felina al caminar, y sus ojos cafés, grandes y almendrados, brillaban con una curiosidad que bordeaba la estupidez –la clase de chica que se masturbaba con los dedos en el baño de la facultad, imaginando pollas anónimas, pero que aún no había probado un hombre de verdad.

Contratada por una agencia de mucamas para "limpiar y cuidar al señor", Lucía llegó con un uniforme gris que le quedaba chico: falda hasta medio muslo que se subía al agacharse, exponiendo bragas blancas de algodón simple que mordían la carne tierna de su entrepierna, y una blusa abotonada que tensaba sobre sus senos, el escote revelando un surco de piel suave salpicado de pecas sutiles. Ernesto la vio desde la ventana de la biblioteca, su polla despertando bajo los pantalones de franela como un dragón dormido. "Pasá, niña. Soy Ernesto. Y vos... ¿Lucía? Vení, no muerdo... a menos que me lo pidas."

Ella entró con la cabeza baja, el aroma de su jabón barato –flores silvestres y sudor joven– invadiendo el aire viciado de la habitación. "Buenas tardes, señor. Vengo a limpiar. ¿Por dónde empiezo?" Su voz era un hilo dulce, acento de barrio que hacía que cada sílaba sonara como un gemido ahogado. Ernesto se levantó despacio, su bastón de caña golpeando el piso de baldosa como un latido irregular, y se acercó, invadiendo su espacio personal hasta que el calor de su cuerpo viejo –sudoroso, con olor a tabaco y a hombre maduro– la envolvió. "Empezá por sentarte. Un viejo como yo se aburre solo. Contame de tu vida, Lucía. ¿Novio? ¿Te folla bien, o es uno de esos pendejos que se corre en dos minutos?"

Lucía se sonrojó, mejillas ardiendo como brasas, pero se sentó en el borde del sofá de terciopelo raído, sus muslos presionándose para ocultar la humedad traicionera que empezaba a perlar sus bragas. "Señor... no sé si debo... Tengo un novio, sí, pero... es torpe. Me deja insatisfecha, sabe? Como si no supiera dónde tocar." Sus palabras tropezaron, pero los ojos de Ernesto la clavaron, su mirada perforando la tela de su blusa hasta imaginar esos pezones rosados endureciéndose. Él se sentó a su lado, demasiado cerca, su rodilla rozando la de ella, y posó una mano temblorosa en su hombro, dedos arrugados pero firmes trazando la curva de su clavícula. "Pobrecita. La juventud es desperdicio en manos inexpertas. Yo... yo he follado a mujeres que harían que te corrieras solo con una mirada. En mis tiempos, organizaba fiestas donde las putas –perdón, las damas– se turnaban en mi polla como en un banquete."

Lucía jadeó, un sonido pequeño y ahogado que hizo que la polla de Ernesto se endureciera por completo bajo la manta que había arrojado sobre su regazo. Ella intentó apartarse, pero su mano la retuvo, pulgar rozando el hueco de su garganta, bajando despacio hasta el borde de su escote, donde la piel era cálida y suave como terciopelo virgen. "Señor Ernesto... no... esto no está bien." Pero su voz era débil, traicionada por el calor que subía desde su coño, labios hinchándose contra el algodón húmedo. Él sonrió, dientes amarillentos reluciendo en una mueca lobuna. "Shh, niña. Solo un masaje. Tus hombros están tensos... déjame aflojarlos. Imagina mis dedos en otros lugares... en tus tetas, pellizcando esos pezoncitos que se me clavan en los ojos."

Sus dedos descendieron, desabotonando el primer ojal de su blusa con una lentitud deliberada, revelando el surco entre sus senos, piel olivácea brillando bajo la luz polvorienta de la biblioteca. Lucía tembló, pero no se movió; el contraste de su piel joven contra las manos veinedas de él era eléctrico, un tabú que hacía que su clítoris palpitara como un corazón segundo. "¡Dios, qué suaves son! Como melones maduros... déjame tocar, solo un poco." Su palma cupo un seno, amasando la carne firme a través del sujetador de encaje barato, pulgar rozando el pezón que se endureció instantáneamente, un botón rosado que él pellizcó con gentileza cruel. Lucía gimió, un sonido gutural que reverberó en la habitación, sus muslos apretándose para frotar su coño contra la presión creciente.

"¿Ves? Tu cuerpo sabe lo que quiere, aunque tu mente sea una virgen tonta. Mañana volvé... y traé algo corto. Quiero verte fregar el piso con el culo en pompa, para que sepa cómo te meneás." Él la soltó, pero no antes de rozar su muslo con el dorso de la mano, sintiendo el calor radiante de su entrepierna. Lucía se levantó tambaleante, blusa desarreglada, pezones marcando la tela como balas, y huyó a limpiar la cocina, donde se apoyó en el fregadero, dedos bajando a sus bragas para frotar el clítoris hinchado, imaginando esa polla vieja enterrada en ella. "Joder... ¿qué me pasa? Es un viejo... pero su toque... oh, Dios." Se corrió rápido, chorros de squirt empapando el piso que acababa de limpiar, lágrimas de vergüenza mezclándose con el placer prohibido.

Esa noche, en su pieza de alquiler en un conventillo de La Boca, Lucía no durmió. Se masturbó tres veces, dedos hundiéndose en su coño virgen mientras recordaba el pellizco en su pezón, la voz ronca de Ernesto susurrando "putita". Al amanecer, eligió la falda más corta que tenía, sin bragas debajo, el aire fresco lamiendo su coño expuesto mientras caminaba hacia la mansión. La semilla estaba plantada; solo faltaba regarla con semen viejo y espeso.




Acto 2: La Iniciación Cruda

El sol del mediodía caía como un yugo sobre los viñedos cuando Lucía llegó, el calor haciendo que el sudor perlase su frente y trazara surcos tentadores entre sus tetas, que rebotaban libres bajo una blusa de algodón fina, pezones endurecidos por la brisa traicionera. La falda plisada, apenas cubriendo la curva inferior de su culo, se pegaba a sus muslos con cada paso, y el secreto de su coño desnudo –labios ya hinchados de anticipación– la hacía caminar con las piernas apretadas, un pulso constante en su clítoris que la tenía al borde desde la noche anterior. Ernesto la esperaba en el umbral, bata de seda roja entreabierta revelando un pecho velloso y canoso, con medallones de oro colgando como trofeos de batallas folladas. Su polla, semi-dura y venosa, asomaba como una amenaza bajo la tela, glande morado asomando como la cabeza de un reptil.

"Bienvenida, Lucía. Veo que obedeciste... buena chica. Hoy limpiamos el baño principal. Desnúdate antes de entrar; no quiero que manches mis mármoles con tu sudor joven." Su voz era un gruñido ronco, cargado de autoridad que hacía que las rodillas de ella flaquearan. Lucía dudó en la puerta, mejillas ardiendo, pero el recuerdo de su mano en su teta la impulsó: se quitó la blusa con manos temblorosas, senos saltando libres, pezones rosados endureciéndose al aire fresco como capullos abriéndose; luego la falda, revelando su coño depilado, labios carnosos ya brillantes de jugos, clítoris asomando como una perla hinchada. Desnuda, vulnerable, entró al baño de mármol rosado, donde el jacuzzi burbujeaba invitador, vapor envolviéndola como dedos fantasmas.

Ernesto la siguió, cerrando la puerta con un clic definitivo, y se despojó de la bata: su cuerpo era un mapa de la vejez –abdomen flácido salpicado de manchas hepáticas, piernas delgadas como palos secos, pero esa polla... oh, esa polla traidora, ahora fully erecta gracias a una pastilla azul tragada con el desayuno, quince centímetros de carne venosa y arrugada, glande morado goteando precum espeso que colgaba como una lágrima de deseo reprimido. "Arrodíllate, putita. Mirá lo que me hacés... esta verga vieja se despierta solo para vos. Chupala, Lucía. Lamé cada vena, como si fuera el último sorbo de agua en el desierto."

Lucía cayó de rodillas en el piso de mármol frío, su coño chorreando jugos que goteaban por sus muslos internos, formando un charco traicionero. Tomó la polla con manos temblorosas, sintiendo el calor pulsante contra su palma joven, el contraste de su piel suave contra la arrugada de él haciendo que su clítoris palpitara. Abrió la boca, labios carnosos estirándose alrededor del glande ancho, lengua plana lamiendo el surco del frenillo, saboreando el salado amargo del precum que inundó su paladar como vino fortificado. "¡Joder, qué boquita! Inexperta pero ansiosa... tragá hondo, niña, sentís cómo late por tu garganta." Ernesto enredó dedos nudosos en su melena negra, empujando su cabeza hacia adelante, la polla hundiéndose centímetro a centímetro hasta golpear el fondo de su garganta, arcadas suaves que la hacían toser saliva goteante por el eje, lágrimas rodando por sus mejillas mientras succionaba con avidez creciente.

Él folló su boca con embestidas lentas pero implacables, bolas peludas y arrugadas golpeando su barbilla, el sonido chapoteante resonando en el baño como palmadas obscenas. "Eso es, Lucía... ordeñame con esa lengua de virgen. Imagina cómo se sentirá en tu coño, estirándote como un guante viejo en carne fresca." Sus manos bajaron a sus tetas, amasando la carne firme con rudeza, pellizcando pezones rosados hasta que ella gimió alrededor de la carne, vibraciones enviando ondas de placer por el eje de él. Lucía, perdida en el morbo, metió una mano entre sus piernas, dedos hundiéndose en su coño empapado, frotando el clítoris mientras chupaba, el placer construyéndose como una tormenta.

"Alto, puta. No te corras todavía. Levántate y al jacuzzi. Quiero probar ese coñito que me moja el piso." Ernesto la levantó de un tirón, su fuerza sorprendente para un octogenario, y la metió al agua caliente que burbujeaba como un caldero de brujas. El vapor envolvió sus cuerpos, el calor lamiendo su piel joven mientras él se arrodillaba entre sus piernas abiertas, agua salpicando sus tetas. "Abrí como una flor, Lucía. Déjame ver ese ano rosado y ese clítoris que palpita por un viejo como yo." Su lengua, áspera por los años pero experta, lamió desde el ano fruncido hasta el clítoris en una pasada larga, saboreando el dulce almizcle mezclado con el cloro, haciendo que ella aullara y arqueara la espalda, tetas rebotando sobre la superficie burbujeante.

"¡Oh, Dios, señor... su lengua... es como fuego!" Lucía clavó uñas en sus hombros huesudos, caderas empujando contra su cara barbuda, jugos chorreando en chorros que él bebía como un sediento. Dos dedos nudosos se hundieron en su coño, curvándose para masajear el punto G con un "ven acá" que la hacía ver estrellas, mientras su lengua succionaba el clítoris hinchado, mordisqueándolo suave hasta que el dolor se fundió en éxtasis. "Córrete en mi boca, niña... chorreá tu juventud en esta barba vieja." Ella explotó, un orgasmo devastador que la dejó convulsionando, squirt empapando su rostro y el jacuzzi, chorros calientes que él lamió con devoción, lengua invadiendo su ano para capturar cada gota residual.

Pero Ernesto no era de los que se conforman con un aperitivo. La sacó del agua, gotas perlándole la piel olivácea como diamantes en un lienzo virgen, y la tumbó en el borde de mármol, piernas abiertas en V. "Ahora, mi turno. Sentí cómo te abro, Lucía... esta polla ha follado reinas y putas, pero tu coño... oh, joder, es como volver a nacer." Untó su glande con sus jugos, presionando contra los labios carnosos, el anillo vaginal resistiendo antes de ceder, centímetro a centímetro, estirándola hasta que gimió de dolor-placer puro. "¡Es grande... duele, abuelito... pero no pares, lléname!" Él empujó hasta la empuñadura, bolas peludas golpeando su perineo, y empezó a embestir: lento al principio, saboreando cada contracción de sus paredes vírgenes alrededor de su carne venosa, luego más rápido, slap-slap de piel vieja contra joven resonando como un tambor tribal.

Lucía cabalgó el ritmo, tetas rebotando en su cara arrugada, pezones rozando su barba mientras él lamía y mordía, dejando marcas rojas en la carne tierna. "¡Fóllame más duro, Ernesto! Tu verga me parte... pero joder, roza justo ahí, en mi punto... oh, sí!" Él gruñó, manos temblorosas azotando sus nalgas hasta dejarlas rosadas, el contraste de su piel flácida contra la tersa de ella amplificando el tabú. Rotaron: ella encima, cabalgando como una amazona, coño tragando su polla en círculos profundos, jugos goteando por sus bolas mientras él amasaba su culo, dedo untado rozando su ano. "Quiero ese culito también... pero primero, córrete en mi verga vieja."

El clímax la golpeó como un rayo, coño contrayéndose en espasmos que ordeñaron su polla, squirt empapando su pubis canoso. Ernesto no aguantó: "¡Tomá mi leche, putita! Lleno tu útero con mi semen de abuelo." Eyaculó en chorros potentes, semen espeso y caliente inundando sus paredes, rebosando en hilos blancos que goteaban por sus muslos. Ella colapsó sobre él, besando su boca arrugada con lengua desesperada, saboreando el squirt residual en su barba.

Pero el viejo no estaba satisfecho. La volteó a cuatro patas, agua salpicando, y untó su ano con el semen mezclado que goteaba de su coño. "Ahora el final... abrí ese ano rosado para mí." El glande presionó el anillo fruncido, estirándolo lento, dolor quemando como fuego mientras ella gritaba: "¡No... duele, pero... más, rómpeme el culo, abuelito!" Entró centímetro a centímetro, paredes intestinales apretando su polla como un puño virgen, y embistió con saña, bolas golpeando su coño chorreante. "¡Qué apretado! Tu culo me ordeña... córrete anal, Lucía, sentís cómo te follo el alma." Ella se tocó el clítoris, orgasmos múltiples rasgándola, ano convulsionando alrededor de él hasta que eyaculó de nuevo, semen llenando su recto hasta rebosar, goteando por sus nalgas como crema en un pastel prohibido.

Exhaustos, se tumbaron en el mármol, su cuerpo joven acurrucado contra el viejo, semen secándose en su piel. "Mañana repetimos... y traé a una amiga. Mi herencia necesita más coños jóvenes."

Acto 3: La Adicción Eterna

Los días se volvieron un ritual de depravación. Lucía regresaba cada amanecer, desnudándose en la puerta, coño ya húmedo al ver la polla de Ernesto endureciéndose bajo la bata. Mañanas en la cocina: ella de rodillas chupando su verga mientras él comía medialunas, semen espeso tragado como desayuno. Tardes en el viñedo: folladas anales contra los troncos, su ano dilatado ahora tragando su polla con avidez, squirt empapando la tierra seca mientras pájaros cantaban indiferentes. Noches en la cama de su esposa muerta: él sodomizándola despacio, dedos en su coño mientras le contaba historias de orgías pasadas, ella cabalgando su rostro arrugado hasta ahogarlo en jugos.

Una semana después, Lucía llegó con el vientre revuelto. "Ernesto... creo que estoy embarazada. Tu semen... me dejó preñada." Él rio, una carcajada ronca que reverberó en la mansión, y la tumbó en la cama, lamiendo su coño hinchado con ternura cruel. "Mi legado, Lucía. Ahora sos mía para siempre. Casémonos en secreto... y traé a tu amiga de la uni. Quiero ver cómo la inicias mientras te follo el culo." Ella gimió, dedos en su cabello blanco, coño contrayéndose en un orgasmo que confirmó el lazo: juventud y vejez fundidas en semen y squirt, un tabú eterno que la mansión guardaría hasta que la muerte –o el placer– los reclamara.

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