Herencia Prohibida Acto 2: La Iniciación Cruda
Acto 2: La Iniciación Cruda
El sol del mediodía se filtraba a través de las persianas de madera carcomida de la mansión, proyectando rayos polvorientos que danzaban como espectros lascivos sobre el piso de mármol agrietado del baño principal. El aire estaba cargado de un vapor espeso y pegajoso, no solo por el jacuzzi que burbujeaba con un ronroneo gutural como el de un amante impaciente, sino por el calor sofocante de diciembre que se colaba desde los viñedos adyacentes, trayendo consigo el aroma dulce y fermentado de uvas maduras a punto de reventar. Lucía entró primero, su corazón martilleando contra las costillas como un tambor de guerra, el uniforme gris –esa falda ridículamente corta que apenas rozaba la curva inferior de sus nalgas– pegándose a su piel olivácea por el sudor que ya perlaba su frente y trazaba surcos tentadores entre sus tetas firmes. Cada paso era una traición: el roce de sus muslos internos, desnudos bajo la falda porque había obedecido el mandato silencioso de su mente atormentada y no se había puesto bragas, hacía que su coño –esos labios carnosos y rosados que aún recordaban el toque fantasma de la noche anterior– se humedeciera con una lubricación traicionera, un jugo cálido que goteaba lento por su perineo, amenazando con manchar el mármol si no se controlaba.
"Desnúdate, Lucía. Todo. Quiero verte como Dios te trajo, pero con el diablo en los ojos", resonó la voz de Ernesto desde el umbral, un gruñido ronco y cascado que reverberó en las baldosas como un eco de cuevas prohibidas. Él estaba allí, recostado contra el marco de la puerta como un patriarca pecador, la bata de seda roja –un relicto de sus noches de bacanales en los setenta– entreabierta lo justo para revelar el vello canoso y ralo que salpicaba su pecho hundido, los medallones de oro que colgaban de su cuello balanceándose con cada respiración entrecortada. A sus ochenta años, su cuerpo era un testamento arruinado de excesos pasados: abdomen flácido salpicado de manchas hepáticas como lunares de un mapa olvidado, piernas delgadas y venosas que temblaban ligeramente por el esfuerzo de mantenerse erguido, pero esa polla... ah, esa polla era el milagro blasfemo, semi-dura ya bajo la seda, un tubo venoso de quince centímetros que se curvaba hacia arriba con una arrogancia desafiante, el glande morado y arrugado asomando como la cabeza de un dragón dormido, perlado de un precum espeso y amarillento que goteaba lento, oliendo a almizcle viejo y deseo reprimido por décadas.
Lucía se congeló, las manos temblando en el dobladillo de su blusa, el corazón latiéndole en la garganta como un pájaro atrapado. "Señor... Ernesto... ¿está seguro? Esto... no es parte del trabajo." Su voz era un hilo frágil, acento de barrio porteño que hacía que cada palabra sonara como una súplica disfrazada, pero sus ojos –esos ojos cafés grandes y almendrados, rodeados de pestañas espesas que aleteaban como alas de mariposa nerviosa– traicionaban el anhelo. La noche anterior había sido un infierno de insomnio: se había tocado furiosamente en su catre estrecho, dedos hundidos en su coño virgen mientras imaginaba esas manos nudosas pellizcando sus pezones, esa voz ronca susurrando "putita" contra su oreja. Ahora, frente a él, el tabú la paralizaba y la excitaba a partes iguales; su clítoris, ese botón rosado y sensible escondido entre labios hinchados, palpitaba con un pulso insistente, y un chorrito de jugo fresco escapó, resbalando por su muslo interno como una lágrima de rendición.
Ernesto rio, un sonido gutural y seco como el crujir de hojas muertas bajo los pies, y avanzó con su bastón de caña golpeando el piso en un ritmo irregular, como el latido de su polla endureciéndose por completo bajo la bata. "El trabajo, niña, es lo que yo diga. Y hoy, tu trabajo es abrirte para mí. Quítate esa blusa... déjame ver esas tetas que me tentaron ayer. Recuerdo cómo se te endurecieron los pezones cuando te toqué... como capullos rogando por ser chupados." Su orden fue un látigo verbal, y Lucía obedeció, dedos torpes desabotonando la blusa con lentitud agonizante, la tela cayendo de sus hombros para revelar sus senos: firmes y redondos, copa C de carne joven que desafiaba la gravedad, pezones rosados y gruesos como frambuesas maduras, ya erectos por el aire fresco y la mirada voraz de él, aureolas oscuras contrayéndose en el frío del baño.
"Joder... qué belleza. Acércate, Lucía. Tocá esto... sentís cómo late por vos." Ernesto abrió la bata con un gesto teatral, liberando su polla en toda su gloria decadente: venas protuberantes como raíces antiguas serpenteando por el eje arrugado pero grueso, la piel floja de la base ondeando con cada pulso, bolas pesadas y peludas colgando bajas como frutos marchitos, pero llenos de semen acumulado por años de abstinencia. Lucía se acercó, hipnotizada, su mano extendiéndose como en trance para envolver el eje caliente, sintiendo el calor pulsante contra su palma suave, el contraste de su juventud tersa contra la vejez áspera haciendo que un gemido escapara de sus labios. "Es... tan dura... para ser... usted sabe." Sus dedos se cerraron, bombeando torpemente, el precum untándose en su piel como aceite sagrado, y Ernesto gruñó, cabeza echada atrás, ojos cerrándose en éxtasis. "Sí, putita... bombeala así. Ahora, arrodíllate. Quiero esa boquita inexperta en mi glande."
Ella cayó de rodillas en el mármol frío, el impacto enviando una onda de placer-dolor a su coño, que ahora chorreaba libremente, jugos goteando en un charco reluciente entre sus muslos abiertos. Su rostro –mejillas sonrojadas, labios carnosos entreabiertos en anticipación– se acercó al glande morado, nariz rozando el vello canoso de su pubis, inhalando el olor crudo: almizcle salado mezclado con el jabón viejo de él, un aroma que la mareaba como opio. Abrió la boca, lengua rosada saliendo tentativa para lamer el frenillo, saboreando el precum espeso y amargo que inundó su paladar como un elixir prohibido, salado con un toque metálico que la hizo salivar más. "Lamé, Lucía... como si fuera helado derretido. Sentís las venas? Esas son las marcas de ochenta años de folladas... ahora, tragá el glande."
Obedeció, labios estirándose alrededor de la cabeza ancho, la piel arrugada del glande deslizándose contra su lengua suave, llenándole la boca con un calor palpitante que la hizo gemir vibraciones contra la carne. Ernesto enredó dedos nudosos en su melena negra, empujando su cabeza hacia adelante con gentileza cruel, la polla hundiéndose centímetro a centímetro hasta golpear el fondo de su garganta, arcadas suaves que la hacían toser saliva goteante por el eje, lágrimas brotando de sus ojos como perlas de sumisión. "¡Joder, qué garganta virgen! Apretá con la lengua, niña... ordeñame como a una vaca lechera." Él embistió despacio, caderas moviéndose en un ritmo pausado pero implacable, bolas peludas golpeando su barbilla con slap-slap húmedos, el sonido obsceno rebotando en las baldosas como un eco de cuevas rituales.
Lucía, ahogada en placer asfixiante, metió una mano entre sus piernas, dedos hundiéndose en su coño empapado –dos, luego tres, estirándose a sí misma mientras chupaba–, el clítoris frotado en círculos rápidos que la hacían jadear alrededor de la polla. Saliva y precum goteaban por su barbilla, empapando sus tetas, pezones resbaladizos rozando sus propios muslos al inclinarse más. "Mirate... masturbándote mientras me chupás. Sos una puta natural, Lucía. Mi puta de diecinueve... ahora, más rápido, tragá hasta las bolas." Él aceleró, follándole la boca con thrusts más profundos, glande golpeando su amígdala hasta que lágrimas corrían por sus mejillas, mezclándose con la baba que chorreaba como un río de lujuria. Sus manos bajaron a sus senos, amasando la carne firme con rudeza, pellizcando pezones hasta que ardían, tirando de ellos como si ordeñara leche inexistente, haciendo que ella gritara –un sonido amortiguado por la carne en su garganta– y su coño se contrajera en un mini-orgasmo, jugos salpicando el mármol.
"Alto... no te corras toda. Levántate, putita. Al jacuzzi... quiero beber de tu coño antes de que me lo folles." Ernesto la sacó de un tirón, su polla saliendo con un pop húmedo, glande brillante de saliva joven, y la arrastró al jacuzzi burbujeante, el agua caliente envolviéndolos como un abrazo infernal. El vapor se enroscaba en el aire, perlándoles la piel: gotas en los senos de ella como diamantes en un altar pagano, sudor en el pecho hundido de él como mapas de batallas perdidas. La sentó en el borde, piernas abiertas en V sobre el agua, su coño expuesto como una ofrenda: labios mayores hinchados y rosados, separados por jugos transparentes que goteaban en hilos viscosos al jacuzzi, clítoris protuberante asomando como un botón de placer inflamado, ano fruncido debajo palpitando en anticipación.
"Qué belleza... un coño virgen chorreando por un viejo. Abrí más, Lucía... dejame olerte." Ernesto se arrodilló en el agua, su barba blanca rozando el interior de sus muslos, inhalando profundo el aroma almizclado y dulce de su excitación –flores silvestres mezcladas con sal de sudor joven–, antes de lanzar su lengua áspera contra el ano, punzando el anillo muscular con lametones circulares que la hicieron aullar. "¡Oh, mierda... señor, ahí... no, Dios, su lengua en mi culo...!" Lucía arqueó la espalda, tetas rebotando sobre la superficie burbujeante, uñas clavándose en sus hombros huesudos mientras él alternaba: lengua plana lamiendo desde el ano hasta los labios vaginales en pasadas largas y lentas, saboreando cada pliegue como un gourmet probando un vino raro, succionando jugos que chorreaban en su boca como néctar divino.
Dos dedos nudosos –dedos que habían firmado contratos millonarios y azotado culos en fiestas secretas– se hundieron en su coño, curvándose inmediato para masajear el punto G con un movimiento experto, un "ven acá" que frotaba la pared frontal como si conociera cada nervio por nombre. "Sentís eso, niña? Tu punto... el que tu noviecito inexperto nunca encuentra. Ahora, mi lengua en tu clítoris... córrete para mí." Su boca selló alrededor del botón hinchado, succionando con fuerza mientras la lengua giraba en espirales rápidas, dientes rozando suave el capuchón sensible hasta que el dolor se fundió en éxtasis puro. Lucía gritó, caderas empujando contra su cara barbuda, jugos inundando su boca en chorros calientes –squirt primerizo, explosivo, empapando su barba y el agua del jacuzzi en olas que salpicaban las baldosas.
"¡Me vengo... oh, joder, Ernesto, no pares... su boca me mata!" Su cuerpo convulsionó, coño contrayéndose alrededor de los dedos en espasmos que ordeñaban aire, chorros de squirt saliendo como una fuente descontrolada, mojando su rostro arrugado y goteando por su cuello hasta mezclarse con el agua. Él bebió ávidamente, lengua invadiendo su ano una última vez para capturar el residuo salado, gruñendo contra su piel: "Tu squirt sabe a vida nueva... ahora, mi turno. Sentí cómo te abro el coño con esta verga que ha visto guerras."
La levantó como a una muñeca –su fuerza residual sorprendente, alimentada por el Viagra y el hambre– y la tumbó boca arriba en el borde del jacuzzi, agua lamiendo sus nalgas mientras él se posicionaba entre sus piernas temblorosas. Su polla, brillante de saliva y precum, presionó contra los labios carnosos de su coño, el glande ancho exigiendo entrada, rozando el clítoris en un tease cruel que la hizo gemir. "Pedilo, Lucía. Decime que querés esta polla vieja en tu coñito joven." Ella, ojos vidriosos de lágrimas post-orgasmo, suplicó: "Por favor... fóllame, abuelito. Lléname con tu verga... estira mi virginidad." Él empujó, lento e inexorable, el anillo vaginal resistiendo antes de ceder con un pop audible, centímetro a centímetro hundiéndose en su calor apretado, paredes vírgenes envolviéndolo como un guante de terciopelo vivo, contrayéndose en bienvenida involuntaria.
"¡Joder, qué apretada! Como si nunca hubieras sido tocada... sentís cómo te parto, niña?" Ernesto embistió hasta la empuñadura, bolas peludas golpeando su perineo con un chapoteo húmedo, y empezó un ritmo pausado: thrusts largos y profundos que rozaban cada nervio de sus paredes, glande morado masajeando su cervix como un puño gentil. Lucía aulló, uñas clavándose en sus brazos flácidos, dejando surcos rojos en la piel apergaminada. "¡Es grande... duele, pero... oh, Dios, roza justo ahí... más, Ernesto, follame como a una puta!" Él aceleró, caderas moviéndose con una cadencia ancestral, slap-slap de carne vieja contra joven resonando en el baño como palmadas de un ritual pagano, agua salpicando con cada thrust, sus tetas rebotando en arcos hipnóticos que él capturó con manos temblorosas, amasando la carne mientras lamía pezones, mordiendo hasta que sangre perla y placer ardiente la invadía.
Rotaron sin palabras, instinto puro guiándolos: ella encima, cabalgando su polla en el jacuzzi, agua burbujeando alrededor de sus uniones, coño tragando el eje en círculos profundos que lo ordeñaban, jugos goteando por sus bolas como lubricante natural. "¡Mirate, Lucía... rebotando en mi verga como una amazona. Tus tetas... déjame chuparlas mientras me follás." Ella se inclinó, senos presionando contra su cara arrugada, pezones hundiéndose en su boca hambrienta, succionados con fuerza que la hacía gritar, leche inexistente ordeñada por dientes amarillentos. Sus caderas giraban salvajes, clítoris frotándose contra su pubis canoso, orgasmos construyéndose en capas: uno vaginal, contrayendo alrededor de su polla hasta que él gruñó; otro clitoriano, squirt empapando su abdomen flácido en chorros calientes.
Pero Ernesto, maestro de la demora, la volteó a cuatro patas en el borde, agua lamiendo sus tetas colgantes mientras él se posicionaba detrás, glande untado con sus jugos presionando su ano fruncido. "Ahora el premio... tu culito rosado. Relájate, putita... o dolerá más." Ella tembló, ano contrayéndose en miedo-placer, pero el recuerdo de su lengua allí la abrió lo justo: el glande entró con un pop quemante, estirando el anillo muscular hasta el límite, dolor como fuego líquido invadiendo su recto mientras ella gritaba: "¡No... duele, abuelito... pero no pares, rómpeme el culo con tu polla vieja!" Él empujó centímetro a centímetro, paredes intestinales apretando su eje como un vicio virgen, el calor interno ordeñándolo con contracciones involuntarias.
"¡Qué apretado... tu ano me aprieta como la muerte no pudo! Empujá hacia atrás, Lucía... fóllate mi verga con tu culito." Ella obedeció, caderas moviéndose torpemente al principio, luego con furia creciente, empalándose en thrusts que la hacían ver borroso, mano bajando a su coño para frotar el clítoris mientras él sodomizaba, bolas golpeando sus labios hinchados. El ritmo se volvió brutal: él azotando sus nalgas hasta dejarlas rojas como tomates maduros, marcas de manos nudosas contrastando con su piel joven, mientras su polla salía y entraba en el ano dilatado, lubricado por jugos traídos de arriba. "¡Córrete anal, niña! Sentís cómo te follo el alma... tu culo es mío ahora."
El orgasmo la destrozó: ano convulsionando alrededor de su polla en espasmos que lo ordeñaron, squirt vaginal salpicando el agua mientras gritaba su nombre, cuerpo temblando como hoja en tormenta. Ernesto rugió, embistiendo una última vez hasta la empuñadura: "¡Tomá mi leche en el culo, putita! Lleno tu recto con mi semen de abuelo." Eyaculó en torrentes espesos, semen caliente inundando sus paredes intestinales, rebosando en hilos blancos que goteaban por sus muslos, mezclándose con squirt y agua en un charco sagrado.
Colapsaron en el jacuzzi, su cuerpo joven acurrucado contra el viejo, semen goteando de su ano mientras él la besaba con lengua experta, saboreando lágrimas y saliva. "Buena chica... mañana traés a tu amiga. Mi polla necesita más coños para herenciar." Lucía, exhausta y adicta, asintió, dedo trazando venas en su polla flácida: el tabú había florecido en obsesión.

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