Los desahogos de mi vecina
Preámbulos
De que mi vecina Angelines sentía placer cuando azotaba a los niños con una zapatilla, ya no había duda. No estoy muy seguro de que su marido la maltratara, pero no se llevaba bien con él y después de cualquier discusión, buscaba la forma de provocar situaciones en las que los niños hicieran travesuras, para luego poder desahogarse con ellos, procurando estar ella sola para no ser observada. De esa manera podía desarrollar sus instintos y desviaciones sexuales, a costa de los más pequeños.
Hubo una temporada, a comienzos del verano, en la que mi madre debía ausentarse dos veces en semana, para acudir al médico y recibir un tratamiento especial para sus dolencias. Durante su ausencia, siempre nos dejó bajo el cuidado de nuestra vecina, lo que ésta aceptaba de muy buen grado.
Mi vecina, según contaba ella, dedicaba su tiempo de ocio a realizar trabajos manuales de macramé, pero necesitaba estar sola, sin que nadie la molestara, motivo por el que muchas de aquellas tardes, enviaba a sus tres hijos a nuestra casa, para que todos durmiéramos la siesta, juntos. Puede que en un principio fuera así, aunque ya se sabe que si se tienta al diablo… Como es de suponer, todos estábamos encantados por el hecho de tener compañeros distintos de juego y a nadie se le escapa la idea de que tantos niños juntos, solos en una casa, sin que alguien les contenga, lo único que harán será divertirse ideando nuevas travesuras. Y eso era lo que sucedía. De ahí mi duda ante los verdaderos motivos que tenía mi vecina para juntarnos.
El tratamiento de mi madre sólo duró un mes, pero fue uno de los más extrañamente deliciosos que recuerde. Dos veces por semana, se me presentaba la oportunidad de ser testigo y receptor de alguna azotaina con la zapatilla de mi vecina y el solo hecho de pensarlo, me excitaba. Su técnica era siempre la misma, cuando se marchaba mi madre, ella se quedaba un rato con nosotros, hasta que nos despojábamos de la ropa y nos metíamos en la cama, en ropa interior. Una vez hecho esto, desde el umbral de la puerta de la habitación, la señora Angelines, se quitaba una zapatilla y con la suela de ésta hacia arriba, la blandía en el aire, haciendo un gesto rotativo, amenazante, con la mano que la sostenía.
- ¿La veis? Ya sabéis la que os espera si no os dormís enseguida ¿verdad?
- ¡Síii! -Contestábamos todos al unísono-.
- ¡Bueno! Pues si no queréis probarla, como de costumbre, os quedáis quietecitos y a dormir. Como escuche un solo ruido, subo con la zapatilla y os caliento el culo a todos. ¿Os habéis enterado? ¡Ala, a dormir!
Dicho esto, dejaba caer la zapatilla al suelo y se la calzaba lentamente, mientras nos observaba con malicia. Su primera mirada, al igual que la última, me la dirigía a mí. Ya me conocía, por eso, cuando nos quitábamos la ropa, excitado como me encontraba, se las ingeniaba para acariciar con disimulo mi erguido pene, con la excusa de acelerar mi entrada en la cama. Sus gestos, ver cómo se descalzaba, sus amenazas, sus miradas lascivas, observar cómo caía su zapatilla y el ruido que provocaba al chocar contra el suelo, todos aquellos preámbulos, me enloquecían sexualmente y ella lo sabía desde hacía tiempo, por mucho que yo hubiera intentado ocultárselo.
Casi todas las tardes de aquel verano fueron especialmente eróticas. Cuando mi madre no acudía a la consulta del médico, citaba a las vecinas para tomar café, en la salita de estar de la casa, después de las comidas. Fueron unos momentos deliciosos. Del mismo modo que hacía cuando hablaban por teléfono, primero las observaba desde una ligera abertura de la puerta y después me sentaba durante un rato con ellas, para observarlas de cerca. Solían ir ligeras de ropa, con una bata muy fina por encima de la ropa interior, y en zapatillas. Las escenas que se producían estando ellas sentadas, unas frente a las otras, despreocupadas, entrelazando las piernas desde las pantorrillas hasta los tobillos, ligeramente inclinadas hacia un lado, dejando libertad de movimientos para uno de los pies, relajándose, y permitiendo que la zapatilla que lo contenía se deslizara suavemente hacia el suelo, dejando al aire y ofreciendo a mi vista el pie desnudo, su planta y los jugueteos de sus dedos para intentar alcanzarla, o el roce continuado del empeine con la pantorrilla, como acariciándose, eran escenas que me enloquecían.
Después de esto, mi vecina Angelines, sabiéndose observada por mí, y que andaba provocándome a la menor oportunidad que se le presentaba, me incitaba a mirarla intencionadamente. Se agachaba para recoger la zapatilla suelta, la acercaba hasta su desnudo pie, con la mano, mientras me miraba con el rabillo del ojo, la soltaba e introducía en ella el pie, lentamente, recreándose en el movimiento, sonriendo en su interior para, acto seguido, cambiar de postura. Levantaba suavemente una de sus piernas, dejando entrever, a propósito, su lencería coloreada, la cruzaba sobre la otra y dejaba colgar el pie, balanceándolo lascivamente. Posteriormente, se cercioraba de que la seguía observando -aunque yo disimulara- y agitaba su pie, con cierta energía, consiguiendo que la zapatilla rebotara una y otra vez, a modo de chancleteo, en el aire, ofreciéndome la escena con astuta malicia.
Ese balanceo de su zapatilla golpeando contra la planta del pie, elevaba mi ardor hasta cotas insuperables. Provocaba mi excitación en grado sumo, inflando el miembro del adolescente que la observaba. Ella me miraba atentamente. Dirigiendo su mirada hacia mi entrepierna, acariciaba su pantorrilla con total normalidad, llegando su mano hasta el pie bailarín en absoluta naturalidad y, después de masajearlo y acariciárselo, con gran disimulo, acercaba su dedo índice hasta la comisura de sus labios, lo besaba con sensualidad, soplando levemente en mi dirección, para hacerme llegar a través del aire el resultado de aquel beso. Soltaba una sonrisa de complicidad y me hacía guiños con los ojos. Sin duda alguna, sabía muy bien cómo excitarme y, la presencia de otras mujeres -entre ellas, mi madre-, le daba un morbo especial a la situación, del que ella participaba y disfrutaba tanto como yo. La consecuencia de todo era que me fuera al cuarto de baño y me masturbara. En más de una ocasión, saliendo del aseo, me he topado de bruces con mi vecina que había permanecido escuchando tras la puerta. Eso le excitaba más aún y a mí me enrojecía de vergüenza.
Además de aquellos gestos, solían charlar de muchos temas femeninos pero, no sé cómo se las apañaban, que casi siempre terminaban hablando de los niños, de lo mal que se portaban, de lo que hacía una o la otra, de si “hoy le he dado una buena con la zapatilla al mediano…” “Pues yo he tenido que zurrarle a las dos, siempre se están peleando, así que me he quitado la zapatilla y les he puesto el culo colorado. ¡Menudos saltos daban…!” “No, si está claro que como no les des unos buenos zapatillazos, se ríen de ti. Por eso, yo, en cuanto veo que empiezan con las tonterías, me quito la zapatilla y les sacudo a base de bien. De mí no se ríen éstos. En mi casa, ya temen a la zapatilla. En cuanto me ven con ella en la mano, salen corriendo… Peor para ellos: cuanto más corran, más zapatillazos y más fuertes les doy…”
Tantas insinuaciones, tantos gestos, tantas situaciones comprometidas, tanto morbo, tantas provocaciones, tantos roces, tanta excitación, tanto erotismo escondido, tantas azotainas eróticas, tuvieron un desenlace inevitable. Tanto va el cántaro a la fuente…
Las consecuencias
Aquella tarde, no estuve en casa a la hora de la siesta porque, como pertenecía al grupo de teatro del Instituto y faltaba poco tiempo para nuestra representación, estuvimos ensayando un par de horas. Cuando regresé a casa, subiendo ya las escaleras, en la lejanía, se escuchaban unos llantos y algunas voces. Sin lugar a dudas, alguna madre le había dado su merecido a alguno de sus hijos, probablemente, por no querer dormir la siesta pero, como aquello era algo habitual, no le di la menor importancia y continué subiendo las escaleras.
Cuando solo me faltaba un piso por subir, volví a escuchar lo mismo, pero esta vez se escucharon también algunos golpes, típicos de azotes con una zapatilla e inconfundibles. Me detuve un instante y escuché cómo se cerraba una puerta. Parecía la puerta de mi casa y subí hasta el último rellano. En el momento de doblar la esquina del descansillo, mi vecina, Angelines, acababa de cerrar aquella puerta y eso me frenó en seco. Retrocedí un paso, quedando oculto, a hurtadillas, tras el último recodo de la escalera.
Desde aquella privilegiada posición, pude observar con detenimiento, sin ser visto, todos los gestos y movimientos de mi vecina. Mantenía la frente apoyada en la puerta, como ausente, mientras que alzaba su brazo derecho, semi-extendido, con la palma de la mano apoyada también en la madera de la puerta, a la altura de su barbilla. El brazo izquierdo lo mantenía relajado. El cuerpo lo apoyaba sobre su rígida pierna izquierda, a la vez que mantenía flexionada la derecha, rozando la rodilla con la puerta, con el pie derecho apoyado sobre sus propios dedos, levantando la planta del pie, que reposaba en la parte trasera de su zapatilla.
Su media melena, cuasi negra, ligeramente ondulada, le caía sobre el rostro ocultando parte de su cara. Vestía una bata de color rosa hasta las rodillas, abrochada con botones por delante, de tela muy fina, traslúcida, que permitía el paso de los rayos de luz provenientes del gran ventanal en que finalizaba la escalera, dejando entrever su colorida lencería y la silueta de un cuerpo muy atractivo. Sus largas y torneadas piernas, estaban “rematadas” por unos pies bien formados, casi de ensueño, que descansaban sobre unas chinelas de rojo intenso. Aquella visión celestial, me dejó petrificado. Con lo que aquella mujer me atraía ¿cómo no me había fijado antes en su cuerpo?
Realmente, disfrutaba observándola. Ella, ajena a la situación, ausente, sin percatarse de mi presencia, se mantuvo durante unos instantes en la misma posición. ¡Sabe Dios lo que estaría pasando por su cabeza! Transcurrido ese lapso de tiempo, giró suavemente su cabeza, hasta acercar el oído, deteniéndose con atención a escuchar los ruidos que provenían desde el interior de mi casa. El semblante le cambió. Lascivia y lujuria, mezcladas con malicia, fueron las expresiones de su rostro. Giró todo su cuerpo, dejándolo a la inversa de como lo había mantenido. Ahora era su nuca la que descansaba sobre la puerta, inclinada hacia atrás.
Su mirada perdida, no auguraba nada bueno para los productores de aquellos ruidos. Inspiró profundamente, manteniendo el aire sin expulsar durante unos segundos. Expiró resoplando, se incorporó, dio media vuelta, levantó su pie derecho hacia atrás, doblando la rodilla, acercó su mano derecha hasta el tacón de su chinela, lo asió con firmeza y la extrajo, como desenfundando un arma, lentamente, dejando al descubierto, descalzo, su pie derecho. Con la otra mano, abrió la puerta sigilosamente, irrumpiendo en el interior de la casa con tanta decisión que olvidó cerrarla, facilitándome el acceso, sin necesidad de llamar al timbre.
Ya estaba tan excitado, que no podía permitirme el lujo de perderme el festival de zapatillazos que se avecinaba en el interior de mi casa. Alcancé el final de la escalera con gran rapidez, aunque temeroso de ser descubierto. Pasé al interior detrás de ella pero, estaba tan absorta en su cometido que no se dio ni cuenta de mi presencia. La seguí hasta la habitación en que se encontraban mis dos hermanos y dos de sus hijos y me quedé muy cerca de la puerta, sin llegar a entrar, para presenciar el espectáculo. Los pequeños estaban saltando de una cama a otra, golpeándose con las almohadas, dando brincos y gritando, los mismos gritos y saltos que darían inmediatamente después, cuando fueron alcanzados por la zapatilla de mi vecina.
Parecía encontrarse fuera de sí. Le daba tres o cuatro zapatillazos a uno y, de inmediato, era otro el que los estaba recibiendo. Así estuvo durante un buen rato, soltando zapatillazos a diestro y siniestro, de un lado hacia otro, enloquecida con el desarrollo de la situación, disfrutando con ello. Hasta que en uno de sus giros se detuvo y me vio. Con tamaño espectáculo y tan excitante preámbulo, me había echado mano a la entrepierna, sin reparar en la posibilidad de ser cazado in fraganti por lo que abultaba mi falo en el interior del pantalón, quizás con el ánimo inconsciente de una masturbación.
Ella no esperaba, ni por asomo, haberse visto sorprendida en la tarea de darles un severo correctivo de zapatillazos a aquellos diablillos y se quedó paralizada, perpleja como yo, al verme allí, mirando, y en tan extraña situación, a punto de introducir mi mano en el interior del pantalón, a través de la bragueta abierta.
-¿Qué haces ahí? ¡Qué estás haciendo! -Me gritó, horrorizada-.
Inmediatamente, saqué la mano de donde la tenía, sin poder articular palabra. Ella se acercó hasta mí, con paso firme, y me recriminó enérgicamente.
-¿Qué estás haciendo?¡Sinvergüenza!
-Yo, yo… ¡Nada, nada!
Me había pillado en una posición comprometedora, elevando su instinto sexual, como después pude comprobar.
-¿Nada? ¡Sal inmediatamente de aquí! En cuanto acabe con estos, hablaré contigo muy en serio. ¡Márchate a mi casa y espérame dentro! ¡Toma las llaves!
Me entregó las llaves de su casa y continuó con su tarea como si nada. Me quedé estático durante un instante, viendo cómo azotaba a los pequeños con aquella vieja zapatilla, sin comprender muy bien lo que pretendía enviándome a su casa.
-¿Qué estaría tramando? -Pensé- ¿Qué maquinación se le habrá ocurrido ahora? ¿Pensará azotarme a mí también? Bueno, si lo hace, sus zapatillazos no me dolerán mucho. Estará fatigada y eso prolongará el placer. Pero ¿qué estoy pensando? Será mejor que obedezca.
Con esa incertidumbre y con desagrado, abandoné mi casa y me dirigí hacia la suya. Una vez dentro, me senté en el sofá del salón a esperar acontecimientos, intranquilo y nervioso. Impaciente, quizás. No imaginaba lo que me esperaba pero pronto iba a salir de dudas. Al cabo de unos cinco minutos, más o menos, sonó el timbre de la puerta y la abrí. Era ella, mi vecina, más hermosa que nunca. Fatigada y sudorosa por el esfuerzo, pero con una mirada penetrante, fija, lasciva…
-Muy bien, jovencito. Ahora tú y yo vamos a hablar muy en serio. -Me dijo mientras entraba en la casa- Déjame paso y cierra la puerta. -Me ordenó, enérgica-
Obedecí sin rechistar, cerré la puerta y esperé junto a ella las nuevas órdenes.
-¡Pasa a mi habitación y vete quitando la ropa!
-¿Qué?
-¿Estás sordo o qué te pasa? ¡Que te desnudes!
-Pero… ¿Por qué?
-¡Entras en mi habitación, te desnudas y me esperas! ¿Tan difícil es? ¡¡Obedece!!
No salía de mi asombro. Agaché la cabeza con un gesto de sumisión y aceptación y comencé a cumplir sus órdenes, una por una, sin saber a qué estábamos jugando. Ella entró en el aseo para refrescarse, supongo. En un periquete, salió del baño y se dirigió hasta mi lugar. Entró en la habitación, se paró un instante, se dirigió hasta la cama y se sentó en ella, adoptando una postura altanera, pero extraña para mí. Me miraba fijamente a los ojos con una mirada mezcla de vicio y malicia. Parecía estar tramando algo nada bueno. Yo me había despojado de la ropa, tal y como me había ordenado instantes antes, pero me había dejado puestos los calzoncillos porque me daba vergüenza mostrar mis partes íntimas. Ella sonrió de la misma manera que lo hacía cuando me provocaba a la hora del café. Cruzó sus piernas frente a mí, mostrándomelas en todo su esplendor. Sus muslos, casi perfectos, se dejaban ver a través de la abertura de la bata. Sus pantorrillas, prietas y firmes, comenzaron un baile sensualmente provocador. Las manos las apoyaba sobre la cama y su pie derecho comenzó a balancearse, provocando el rebote de su zapatilla en la planta del mismo. Esa postura, aquel movimiento y el sonido que producía su zapatilla, al golpear su pie repetidamente,avivaron el fuego de la pasión que llevaba dentro. El miembro comenzó a crecer, separando la tela de mis calzoncillos, pretendiendo que el glande asomara por arriba. Ese pareció ser el momento que ella estaba esperando.
-Te gusta ¿verdad? A que te gusta.
-¡No! ¡No sé! ¿Qué…?
-No me engañes. Sé que te gusta. ¡A que sí!
-¡Sí! ¡No! ¡Bueno, yo…!
En ese instante, con su mano izquierda, inclinándose hacia delante, alcanzó la zapatilla de su pie derecho, se descalzó lentamente y la cogió fuertemente con su mano derecha mientras que con la izquierda me sujetó los calzoncillos, por sorpresa, atrayéndome hacia sí y dándome cinco o seis zapatillazos en los muslos, que me hicieron saltar y gritar.
-¡No grites! Sé que te gusta. A mí no me engañas.
Me agarró con fuerza por la cintura y empujó mi cuerpo contra el suyo hasta tenerlos pegados como lapas y continuó azotándome con su roja chinela, sin que yo pudiera hacer nada para zafarme de aquella presa. Mi pene se hinchó más y se salió de la ropa interior. Ella lo notó con su mano izquierda, mientras que con la otra continuaban los zapatillazos. Ahora comprendo la igualdad que existe entre el dolor y el placer. La comunión de los dos conceptos. Esa delgada línea que separa lo uno de lo otro, dejó de existir. Sencillamente, despareció. Y empecé a disfrutar del dolor y del placer que me producían sus zapatillazos y sus movimientos, al compás de la azotaina.
Hacía tiempo que había dejado de ser un niño, sin dejar de serlo. En pocos meses había dado un estirón espectacular hasta alcanzar los 170 centímetros de estatura. Estaba camino de cumplir los trece años y ya era todo un hombrecito. Muy guapo, a decir por las chicas y las mujeres. Además, practicaba deportes como Judo, natación, gimnasia y baloncesto, lo que le daba un aspecto muy atlético a mi cuerpo, que lo hacía atrayente para el sexo femenino. Al menos eso decían ellas a mis espaldas. Con estos antecedentes y la grandísima excitación de mi vecina, logrando que eyaculara en medio de aquella “paliza”, lo que aconteció después jamás podré olvidarlo.
Ella se encontraba fuera de sí, alborotada y eufórica al ver la marca húmeda de mis calzoncillos. Siguió y siguió azotándome con su roja chinela consiguiendo mantener mi erección y prolongar la excitación en ambos. De pronto, los zapatillazos cesaron, soltó la zapatilla, dejándola sobre la cama y me abrazó efusivamente con gran fuerza, comenzando a besarme locamente, apasionadamente…
Yo estaba en el paraíso. Había pasado del infierno al purgatorio y ahora, la Gloria me abría sus puertas. El Edén de las Escrituras se quedaba corto ante aquel estado de felicidad.
Ella continuó, mientras me bajó los calzoncillos y, casi arrancándolos, los lanzó al aire. Inmediatamente se dejó caer en la cama obligándome a caer encima de ella. Ante semejante situación, este neófito se quedó perplejo y ella, retomando la zapatilla que había dejado sobre la cama, azotó mis nalgas de nuevo, en la misma postura en la que nos encontrábamos y con una violencia extraordinaria. Me dio una orden que no puedo reproducir aquí y ante mi extrañeza replicó:
- O lo haces, o te doy la mayor paliza que nadie te haya dado. ¡¡Obedece!! -Me ordenó, mientras azotaba mis muslos con aquella chinela-.
Ya no soportaba más aquellos zapatillazos y obedecí de inmediato y con rabia su mandato, lo que la excitó aún más, provocándome un éxtasis superlativo. El vaivén de su cintura actuó como una vieja locomotora de vapor, comenzando lentamente, soltando aire y vapor pausadamente, para continuar un aumento paulatino de su velocidad, comedido, calculado, sabio, al que yo respondí con inercia, emulándola en cada momento. Su entrecortada respiración pasó a convertirse en jadeos espasmódicos, para terminar en gritos prolongados de placer.
La más profunda de las emociones carnales, el placer más lujurioso que jamás he sentido, lo obtuve en aquella ocasión en que fui azotado por última vez, por la zapatilla de mi vecina Angelines…
JOSEMAVIGDATA18@terra.es
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