Las aventuras de chiquitín: la nueva tienda

 



Como tantas otras veces, los pantalones y los calzoncillos de Chiquitín se encontraban tirados por el suelo del salón; Papi estaba sentado en el sofá ocupado en azotar con fuerza el trasero desnudo del muchacho, que pataleaba y gemía. Una escena de disciplina muy habitual en casa; el culete del pequeño se ponía cada vez más rojo y temblaba ante cada golpe de la vigorosa mano de Papi. No obstante, todavía quedaba trabajo por hacer antes de que Papi se diera por satisfecho; y para hacer ese trabajo tenía a su lado una de sus herramientas preferidas para educar a Chiquitín: un cepillo de madera de forma ovalada y de grandes dimensiones. El muchacho le había desobedecido y a Papi no le gustaba pasarlo por alto.Las órdenes de Papi habían sido claras: Chiquitín debía lavar los platos y recoger la cocina mientras él hacía las compras y los recados de la casa por la tarde.

“Ya sabes, antes de nada deja todo limpio y recogido; luego podrás ver la tele o leer, pero no jugar con el ordenador”.

“Papiiiii, por favor, quiero jugar”.

“He dicho que no, no me repliques. Que no me entere de que has jugado porque te pego con el cepillo; tienes totalmente prohibido tocar el ordenador cuando yo no estoy en casa.”

“¿Pero por qué?”

“¡Que no me repliques te he dicho! ¿Dónde has oído que le puedes contestar a tu papá?”

Chiquitín no tuvo más remedio que bajar la cabeza y tragarse las protestas. Papi sonrió y se levantó dispuesto a salir por la puerta.

“Venga, ven hasta aquí y dame un beso”.

Chiquitín se acercó y se inclinó para rodear el cuello de Papi y darle un beso en la mejilla. Papi le acarició el culete con una mano y le dio unas palmaditas.

“Así me gusta. Ya sabes, a ser bueno. Porque, ¿qué hace Papi con los niños malos?”

“Les pega. En el culito”.

“Exacto, Chiquitín. Ya sabes lo que te conviene”. Y se dirigió a la puerta principal de casa y se marchó.

Chiquitín recogió los platos y se acercó al fregadero con la intención de lavarlos. Pero su mente se distrajo y enseguida empezó a pensar en los juegos. Papi, para poder controlar lo que hacía con el ordenador y que no viera cochinadas, sólo le dejaba utilizarlo cuando él estaba en casa. Pero pensar que el ordenador estaba allí tan cerca, en el despacho de Papi, era demasiado tentador para Chiquitín. Papi tardaría al menos una hora en volver, tenía que comprar muchas cosas; podría jugar una partida del juego y aún le daría tiempo a lavar los platos antes de que volviese ….. No, si Papi se enterara de alguna manera de que había estado jugando, le daría una gran paliza, como ya había ocurrido muchas veces; al recordar la última zurra por jugar a juegos, Chiquitín se llevó involuntariamente la mano al culete: Papi le había pegado con el cepillo, y hoy también le había amenazado con lo mismo. Lo mejor era fregar los platos y olvidarse del ordenador ……. Claro que ¿cómo iba a enterarse Papi? ……..

Así que Chiquitín estaba entretenido con su juego favorito, pensando en jugar una sola vez. Pero, como suele ocurrir, el muchacho no pudo evitar jugar una segunda vez y una tercera, hasta que perdió completamente la noción del tiempo. Cuando la recuperó, vio que Papi llevaba casi una hora fuera. Pero pensó que aún tardaría un rato más en volver y le daría tiempo para jugar otra partida ……

Mientras, Papi se esforzó por llegar a casa lo antes posible; tenía ganas de pasar toda la tarde con Chiquitín, jugar con él y tal vez llevarlo a dar un paseo y a cenar. Le compró pastelitos porque sabía que era un niño goloso. Aparcó el coche en el garaje contento por haber tardado menos de una hora en hacer sus recados.

Al entrar en la casa, cual sería la sorpresa de Papi al ver que la cocina estaba igual de desordenada que cuando se había marchado, y los platos seguían sin fregar. Absorto en el juego, Chiquitín tuvo de repente un escalofrío al sentir un ruido. Y no digamos cuando vio a Papi con expresión de gran enfado justo detrás de él.

Lo siguiente que sintió fue la mano de Papi agarrándole con fuerza la oreja, levantándolo de la silla y arrastrándolo hacia el salón. Apenas pudo musitar “perdón, Papi, perdón” mientras Papi desviaba su camino hacia el sofá parándose un momento en el armarito donde guardaba los instrumentos de castigo de Chiquitín; el jovencito dio un respingo al ver a Papi coger, con la mano que no agarraba su oreja, el cepillo grande de madera; sin mediar palabra, Papi llevó a su hijo de la oreja hasta el sofá; se sentó y le desabrochó los pantalones. Chiquitín no se atrevió a intentar detener la mano que le bajó los pantalones hasta los tobillos, ni siquiera cuando, después de los pantalones, los calzoncillos corrieron la misma suerte.

“No, Papi, por favor. Con el cepillo no”.

Papi se limitó a mirarle con la cara muy seria; cogió al muchacho y lo colocó desnudo de cintura para abajo encima de sus rodillas, en la posición de castigo habitual. Le quitó de los pies los pantaloncitos y los calzoncillos para que no le estorbaran; no los iba a necesitar durante un buen rato.Tras quince minutos de zurra con la mano, Chiquitín empezaba a creer que por esa vez se libraría del cepillo. Cuando Papi interrumpió los azotes para acariciarle las nalgas, muy coloradas y muy calientes, pensó ingenuamente que el castigo ya había terminado. Lo que pretendía Papi era que el culete no se entumeciera para que el joven sintiera los azotes del cepillo en toda su intensidad. Una vez que consideró que las nalgas habían recuperado la sensibilidad, cogió el cepillo y, ante el horror de Chiquitín, golpeó con intensidad el trasero ofrecido ante él.

El calvario de Chiquitín duró todavía otros quince minutos largos durante los cuales Papi alternaba los golpes fuertes con el cepillo con caricias, para que el culito pudiera recuperarse de cada azote y volviera a encontrarse tierno y a sentir en toda su intensidad el golpe siguiente. Aunque Papi le había enseñado a mantener la compostura durante sus azotainas, a Chiquitín le era cada vez más difícil no patalear más de la cuenta y no intentar protegerse las nalgas con la mano. Por fin Papi pensó que los efectos del cepillo mantendrían el culete escocido durante al menos el resto del día; puso a un lado el cepillo, muy satisfecho con los resultados obtenidos sobre las posaderas de Chiquitín. El pequeño lloriqueaba y Papi, que ya no estaba enfadado, sonrió complacido.

“Bueno, Chiquitín, ¿has aprendido que debes obedecer a Papi?

“Síííí, Papi, nunca más jugaré al ordenador sin permiso”

“¿Y volverás a dejar la cocina sucia cuando yo te mande recogerla?”

“Noooo, nunca más, Papi. Nunca más, de verdad”.

Papi levantó al muchacho y lo sentó en sus rodillas; Chiquitín dio un bufido cuando su muy dolorido culete tocó el muslo de Papi. Se volvió a levantar inmediatamente y se llevó la mano a las nalgas con cara de dolor. Tocarse el culito sin permiso le valió dos azotes extra de Papi con la mano; el pequeño empezó a lloriquear de nuevo, pero no volvió a tocarse las nalgas y se sentó sin mayor queja sobre el muslo de Papi. Se acurrucó tímidamente en su pecho mientras Papi le daba besitos y le acariciaba el pelo.

“Aunque seas travieso, sigues siendo mi Chiquitín”.Como solía ocurrir después de una gran azotaina, esa noche Chiquitín se abrazó con fuerza a Papi antes de dormirse, mientras éste le acariciaba el culito todavía caliente. A la mañana temprano, Papi sintió ruidos y notó que Chiquitín se había levantado; pero era sábado y no tenía que madrugar, así que se volvió a quedar dormido sin problema. Más tarde, cuando por fin se despertó, Chiquitín estaba a su lado. El pequeño dormía siempre desnudo cuando se quedaba en la cama de Papi, así que su progenitor estiró la mano y acarició las nalgas del pequeño, que ronroneó y acabó despertándose.

“Buenos días, Papi”.Papi notaba algo raro. Chiquitín se había levantado y se había dejado bañar sin ninguna queja; eso era algo muy extraño: incluso el día después de una zurra intensa con el cepillo como la de la tarde anterior, el muchacho siempre se comportaba mal durante el baño; Papi ya daba por irremediable una nueva azotaina que, sorprendentemente, no tuvo lugar porque Chiquitín se comportó de forma irreprochable, incluso mientras Papi le lavaba la colita y el culo, todavía ligeramente dolorido. Papi sabía bien que los niños como Chiquitín sólo tenían un comportamiento tan bueno cuando saben que han hecho algo malo.

Después de desayunar, Papi se dio cuenta de lo que había pasado cuando recordó que tras la azotaina no había guardado el cepillo en el armario de los castigos. Fue a buscarlo y no se lo encontró en el sofá donde lo había dejado. Al ver a Chiquitín, supo que el pequeño ya sabía que Papi sabía. Sin más explicaciones, lo cogió de la oreja.

“AAAAyyyyy”

“¿Dónde está el cepillo?”

“Aayyyy. No lo sé, papi. AAAAAAAyyyy”

“No mientas o te dejo sin orejas. ¿Dónde lo has puesto?”

“Que te digo que no lo sé”.

Que mal mentía. Papi abrió el armario de los castigos y sacó de él una regla de 40 cm y una pala de ping-pong, ambas de madera y ambas muy dolorosas cuando se aplican al culito de un niño malo.

“Papi, que te digo que no sé. AAAAAyyyy”

Papi volvió a sentarse en el sofá igual que la tarde anterior. Cogió con aire muy serio la pala y empezó a darse golpes de prueba en una mano. Chiquitín, desayunado y vestido con su jersey y su pantaloncito corto, le miraba a punto de echarse a llorar, con evidente cara de culpabilidad.

“Chiquitín, será mejor que me digas lo antes posible donde está el cepillo. Si no, tendré que someterte a un interrogatorio; será más largo y más doloroso que el castigo”.

“Noooo, Papi”

“Entonces dime dónde has escondido el cepillo”

Chiquitín no se atrevía a responder. Miraba la regla con cara de duda y de dolor anticipado.

“CHIQUITIN, ¿DÓNDE HAS ESCONDIDO EL CEPILLO?”

La cara del muchacho se contrajo en un mohín. Dudó, empezó a balbucear algo pero al final no dijo nada.

Que no se atreviera a confesar su travesura enfadó mucho a Papi. Cogió al muchacho, lo colocó sobre sus rodillas, y empezó a darle azotes con la mano sobre el pantaloncito. Chiquitín empezó inmediatamente a protestar y gimotear.

Estaba claro que su niñito merecía una zurra mucho mayor que unos cuantos azotes con la mano sobre la ropa. Así que Papi buscó el botón de los pantalones de Chiquitín para bajárselos. El muchacho, consciente de lo justo y merecido del castigo que iba a recibir, sólo se atrevió a gemir débilmente mientras Papi le bajaba los cortísimos pantalones. Los slips corrieron a continuación la misma suerte. Papi los bajó hasta medio muslo descubriendo completamente las nalgas de Chiquitín, todavía levemente coloradas de la azotaina del día anterior.

Asiendo fuertemente el costado del joven con su mano izquierda, Papi cogió la regla con la derecha y comenzó a golpear su culito con fuerza. Marcas rojas empezaron a cruzar por arriba y por debajo ambas nalgas; el resultado fue el que Papi esperaba.

“AAAAAYYYYY, Papi, por favor” “Fui yo, fui yoooooo”

Papi dio todavía dos azotes fuertes con la pesada regla de madera antes de detenerse. Puso la regla a un lado con intención de seguir usándola a continuación. Levantó al dolorido muchacho y lo sentó sobre sus rodillas. Lo miró con cara severa; Chiquitín no fue capaz de aguantarle la mirada.

“Haber tardado tanto en confesarlo te va a costar muchos azotes extra. ¿Dónde has escondido el cepillo?”

“No lo escondí, Papi”

“Chiquitiiiiiin, ¿cómo que no lo escondiste?”

“No lo escondí, lo tiré” – respondió Chiquitín en una voz apenas audible.

La cara de Papi se crispó.

“¿CÓMO QUE LO TIRASTE? ¿DÓNDE LO TIRASTE?”

“A la basura, Papi. Lo siento. Me dolía mucho el culito y ….”

Papi estaba estupefacto. Chiquitín había tirado a la basura un cepillo muy caro. Y muy difícil de conseguir; apenas se fabricaban ya cepillos grandes de madera adecuados para zurrar. ¿Dónde iba a encontrar una herramienta tan buena para la disciplina del pequeño? ¡¡Y lo había tirado a la basura!!

Chiquitín temblaba al ver lo excitado que se estaba poniendo Papi. El momento que el pequeño temía no tardó mucho en llegar; en menos de lo que se tarda en decirlo, volvía a estar en la posición anterior sobre las rodillas de Papi. Su desnudo y ofrecido culete no tardó en volver a sentir toda la fuerza de la pesada regla de madera.

“AAAAAyyy”

“UUUUUyy, perdón Papi”

“AAAAAAAh”

Los azotes caían de forma rápida y frenética. Papi estaba fuera de sí y pegaba con todas sus fuerzas, no en el estilo metódico en el que solía darle a Chiquitín sus azotes. La sucesión de golpes rápidos y fuertes llevó no sólo a los previsibles gritos de dolor del joven: inesperadamente, la regla se partió en el culete de forma estrepitosa; Papi se quedó con un pequeño trozo en la mano mientras el resto salía disparado.

Vaya día; después del cepillo, Papi volvía a perder otro valioso instrumento de castigo. Sin embargo el incidente sirvió para tranquilizarle; decidió tomárselo con filosofía. Mientras, Chiquitín, con el culito tenso, dolorido y muy colorado, no se atrevía a abrir la boca.

Sin alterarse, Papi tomó la pala de ping-pong y reanudó el merecido castigo del pequeño a un ritmo normal. Los azotes y los correspondientes lamentos de Chiquitín se prolongaron durante mucho, mucho rato.


Chiquitín lloriqueaba desde la esquina de la habitación, donde Papi lo tenía castigado de cara a la pared desde hacía media hora. Su culito, que el muchacho no se atrevía a acariciarse por temor a una nueva paliza, seguía de un intenso rojo escarlata. Los pantalones y los calzoncillos estaban en el suelo, más o menos en el mismo lugar donde habían permanecido durante la tarde anterior. Papi contemplaba al muchacho con tranquilidad, la preocupación por la pérdida de dos valiosos instrumentos para azotar había dado paso a una esperanza. Recordó que en la oficina su jefe le había comentado que habían abierto una nueva tienda cerca de su barrio, una tienda de instrumentos de disciplina para jovencitos.

“Ya era hora de que en esta ciudad los padres amantes de la educación tradicional empezáramos a tener puntos de encuentro. Conozco al dueño de la tienda y le ayudé a poner el negocio. Debe usted ir a verla; ya verá que poco tarda en volver a visitarla. Allí encontrará todo lo que necesita para educar a Chiquitín. A un precio razonable; además la tienda cuenta con un área de castigo para los jóvenes, de manera que si el muchacho no se comporta se puede llevar sus azotes allí mismo”.

Papi llevaría a Chiquitín a dar un paseo esa misma tarde. E irían de compras.


Papi tiraba con fuerza de la mano de Chiquitín mientras iban de paseo. El pequeño sabía que Papi caminaba deprisa siempre que tenía la determinación firme de hacer una cosa. No le había dicho a donde iban; simplemente le había levantado el castigo de estar encerrado en su habitación. A continuación, le ordenó recoger sus pantalones y sus calzoncillos, ya que Chiquitín siempre debía permanecer desnudo de cintura para abajo después de portarse mal, y ponérselos para dar un paseo. Salir con el pantalón corto al frío de la calle no le apetecía mucho a Chiquitin, pero Papi no estaba de humor y el muchacho no iba a arriesgarse a protestar, bastantes azotes se había llevado ya. Poco podía imaginarse el desdichado que Papi lo llevaba a un sitio donde su culito iba a cobrar todavía mucho más.

El frío en las piernas no era agradable, y además producía un extraño contraste con el calor y el escozor que el joven notaba todavía en sus nalgas. Reprimió las ganas de acariciarse las posaderas para aliviar el dolor, porque eso le valdría un tirón de orejas o un azote fuerte por parte de Papi. Además la expresión tan seria de su progenitor le inquietaba mucho; era sospechoso que le hubiera levantado el castigo y le hubiera dejado ir con él. ¿Dónde irían?

Al doblar una esquina, apareció la respuesta. Un escaparate nuevo llenó los ojos de Papi, que brillaron con satisfacción, y al mismo tiempo le provocó un nudo en el estómago a Chiquitín. La tienda proclamaba orgullosa en su rótulo “El niño travieso. Material para padres amantes de la educación tradicional”; un simpático dibujo de un jovencito lloroso que se frotaba su dolorido trasero ceñido por unos pantalones cortos aclaraba más el tipo de establecimiento del que se trataba. Pero por si quedaba alguna duda, el escaparate exhibía un gran catálogo de varas, palas y cepillos de madera de oferta, además de libros y videos relativos al castigo corporal. Aquella tienda parecía la materialización de los mejores sueños de Papi y de las peores pesadillas de Chiquitín.

Papi se sintió de lo más complacido y, todavía sin decir palabra al aterrorizado muchacho, tiró de su mano y lo metió en el interior de la tienda prácticamente a rastras.

La atmósfera en el interior era agradable; Chiquitín agradeció notar la calefacción en sus piernas desnudas, y el tono tenue de la iluminación y de la música daba al local una atmósfera íntima y acogedora. En cuanto a la naturaleza del establecimiento, al muchacho ya no le pareció tan acogedora. Lo primero en lo que se fijaron tanto él como Papi fue en una vitrina semitransparente que había justo al lado de la puerta de entrada; en su interior, un jovencito de la edad de Chiquitín recibía una severa azotaina de la mano de un hombre maduro sentado en una silla y vestido con pantalón de uniforme, camisa blanca y corbata. El muchacho se encontraba totalmente desnudo y tumbado sobre las rodillas del hombre que lo azotaba, en la clásica posición de castigo que Chiquitín conocía tan bien. Los azotes parecían fuertes a juzgar por lo que pataleaba el joven, y sobre todo por el color rojo brillante que presentaba su trasero. La habitación transparente debía estar insonorizada, porque no se oían ni los golpes ni los quejidos que con toda seguridad estaba dando el pequeño. A su lado, también dentro de la vitrina, otro jovencito se encontraba de pie, puesto cara a la pared con las manos en la nuca y la cabeza inclinada hacia abajo. Estaba igualmente desnudo y el color de sus nalgas revelaba que había sido sometido al mismo castigo que su compañero. En la vitrina había también una pequeña mesa con revistas y lápices de colores para dibujar.

Absortos en el espectáculo de los azotes dentro de la vitrina, ni Chiquitín ni Papi notaron que un dependiente se acercaba a ellos. Era un hombre ligeramente mayor que Papi, vestido con un elegante traje y con expresión sonriente.

“Buenas tardes, señor. ¿Es la primera vez que nos visita?”

“Así es. Y su local parece muy interesante” – contestó Papi con expresión tan cordial como la de su interlocutor.

“Como puede ver, tenemos normas estrictas respecto al comportamiento de los más jóvenes” – dijo mientras miraba de reojo la paliza que tenía lugar dentro de la vitrina. “En señal de respeto y sumisión, les exigimos que estén desnudos dentro de la tienda”.

La sonrisa del dependiente se volvió irónica mientras desviaba su mirada de Papi y la dirigía hacia Chiquitín, que estaba estupefacto ante la noticia de que debía desnudarse. El pequeño miró a su papá, que aún lo llevaba cogido de la mano. Papi sonrió complacido mientras asentía.

“Me parece una excelente norma” – soltó la mano de Chiquitín y su cara se volvió más dura al dirigirse hacia el- “Chiquitín, ya has oido. Quítate la ropa”.

“¿De …?” “¿Del todo, Papi?” – preguntó con timidez.

Papi buscó la confirmación del dependiente, al que Chiquitín también miró esperanzado.

“Me temo que sí. Es obligatoria la desnudez total para los muchachos, al menos de cintura para abajo. Estar con el culete al aire te hará ser un buen chico, y además es una vista muy agradable para nuestros clientes. Quítate la ropa y dámela, por favor. La guardaré y te la devolveremos al salir”.

Chiquitín miraba alternativamente al dependiente y a su Papi, con cara de duda. Papi se puso firme; no le gustaba que su niño no se mostrara obediente a la primera, sobre todo delante de terceros.

“Ya has oído al señor. ¿A que esperas?”

El pequeño obedeció; la humillación era evidente en su cara. Sobre todo al ver que no solo el empleado que les atendía no le quitaba ojo, sino también otros dependientes y clientes, que miraban la escena con deleite. Intentando no pensar en quienes le miraban, Chiquitín se quitó de forma paulatina la cazadora, el jersey y la camisa y se las entregó al empleado. Ya desnudo de cintura para arriba, les tocó el turno a continuación a los zapatos y calcetines. Tras un momento de duda, el pantalón fue a parar al suelo junto con el calzado. Ya solo quedaba el slip; Chiquitín dudó. El mohín de disgusto en la expresión del pequeño no suavizó en absoluto a Papi, que lo miraba con expresión muy seria, ni por supuesto al dependiente, en cuyo rostro se mostraba claramente la impaciencia.

El muchacho tuvo que hacer caso omiso de las miradas cada vez más descaradas que percibía por el rabillo del ojo por parte de los dependientes y los clientes; le ayudó un poco que en aquel momento entrara otro niño de la mano de su papá. Sin duda ya conocía el local, porque inmediatamente empezó a desvestirse con la expresión de quien hace una tarea pesada pero rutinaria. Más aliviado ante la compañía, Chiquitín se bajó los calzoncillos y, mirando al suelo, se los tendió al dependiente, el cual le prestó unas zapatillas, que eran toda la ropa que le estaba permitido llevar, y fue a guardar su ropa. El impulso de Chiquitín fue taparse los genitales con la mano, pero Papi le indicó con un manotazo en las manos que no lo hiciera; así que esperó desnudo con los brazos cruzados hasta que el empleado le dejó a Papi el número de la taquilla donde la había guardado mientras le preguntaba.

“¿Quiere que el pequeño nos acompañe en su visita a la tienda, o prefiere que se quede en el área para niños insonorizada que tenemos en la entrada? Como ve, allí recibirá la atención que necesite, incluyendo naturalmente unos buenos azotes si fuera necesario”.

Mientras hablaba, el hombre señalaba hacia la vitrina donde la azotaina al pobre muchacho continuaba. El pequeño pataleaba intensamente, pero su cuidador seguía descargando la mano sobre las nalgas, ya de un rojo oscuro, sin el menor síntoma de piedad ni de cansancio. Papi contemplaba el castigo con un aire divertido, que expresaba tanto su aprobación como la duda de si dejar a Chiquitín en manos de aquel señor tan estricto. Finalmente respondió.

“No, Chiquitín vendrá con nosotros. Creo que encontrará muy instructiva la visita”.

El dependiente inclinó la cabeza en señal de conformidad e indicó a Papi que le acompañara, por lo que el progenitor animó a Chiquitín a ponerse en marcha con una palmada en el culete, y luego lo tomó de la mano, mientras el niño que acababa de llegar acababa de desnudarse quitándose su slip. Chiquitín sintió el alivio de que nadie hiciera ninguna observación sobre lo rojo de sus nalgas y la evidencia de que se había llevado una azotaina hacía poco tiempo. Se ve que aquello era algo muy normal entre los hijos de los clientes de la tienda; de hecho, cuando el chiquillo que acababa de llegar se dio la vuelta, su trasero mostraba un tono enrojecido y unas marcas tenues que Chiquitín sabía por experiencia que eran resultado de una zurra con un cinturón.

De la mano de Papi, Chiquitín se trasladó al interior de la tienda, encontrándose frente a una galería de instrumentos de castigo que vio con auténtico horror. Un sinfín de palas, cepillos, reglas y varas de distintos tamaños, colores y materiales aparecían ante él y ante el muy complacido Papi, que veía por fin el esperado final de todos los problemas que había tenido siempre para buscar herramientas de disciplina para su niño. Papi devoraba todo con la vista; el dependiente, para el cual era fácil ver que estaba ante un estupendo cliente, se apresuró a guiarle en sus compras.

“¿Desea algo en concreto el señor?”

“Sí, necesito una regla y un cepillo. Claro que aquí estoy viendo otras cosas que también son muy interesantes”.

“Tenemos reglas y cepillos de diferentes tipos de madera, de plástico y de cuero. Ahora mismo tenemos esta regla de 40 cm de madera de roble de oferta. Es una buena oportunidad” – dijo mientras la cogía y se la pasaba a Papi, que, tras soltar la mano de Chiquitín, observó el instrumento con interés mientras lo probaba en la palma de su mano.- “Sin duda es eficaz, aunque si quiere darle una auténtica buena lección a un muchacho travieso, lo mejor es la madera de fresno. Y, naturalmente, cuanto más larga sea la regla, más doloroso es el golpe. Aquí tenemos un hermoso ejemplar de 50 cm. Ideal cuando los niños se ponen muy revoltosos. Aunque cada culito es diferente”.

Chiquitín no pudo evitar llevarse las manos al culete al ver y oir todo aquello. Afortunadamente a Papi le pasó desapercibido este detalle porque estaba absorto en la contemplación y calibración de las distintas reglas. Pero no al dependiente, que miró al pequeño con expresión entre divertida y de censura.

“¿La regla y el cepillo son para este jovencito?” Preguntó.

“Efectivamente, para él” Respondió Papi.

El dependiente se acercó hacia Chiquitín, que retrocedió un paso asustado.

“¿Me permite?” Preguntó el empleado mirando a Papi mientras tomaba a Chiquitín del brazo y le hacía dar media vuelta.

“Naturalmente” Contestó Papi algo extrañado.

El dependiente rodeó la barriga de Chiquitín con un brazo mientras con el otro empezó a palpar sus nalgas desnudas. Al principio con suavidad, luego haciendo más presión. A continuación, empujó suavemente la espalda de Chiquitín para inclinarlo sobre una mesa. Una vez inclinado, siguió sobando el trasero, acompañando los tocamientos de un par de azotes flojos en cada nalga. A continuación le pidió al pequeño que separara las piernas. Aunque humillado, Chiquitín supuso que más le valía obedecer y las separó. Los genitales del muchacho asomaron a la vista entre sus nalgas. El dependiente los agarró desde atrás para estupefacción del pequeño, que se quedó sin habla, y de Papi, al que le estaba excitando mucho la escena. Con esto el empleado dio por terminado su examen, dio las gracias a Chiquitín y le mandó levantarse con una última palmada cariñosa en la nalga.

“Un culito precioso si no le molesta que se lo diga, señor” Dijo, dirigiéndose a Papi. “Y perfectamente afeitado. Si quiere luego podemos ver cuchillas y geles especiales para afeitar zonas delicadas. En cuanto a la piel, la tiene bastante fina, por lo que no necesita ser azotado muy severamente. Creo que la regla de roble sería suficiente. Aunque, como es natural, usted es el padre. La decisión es suya”.

Papi miraba unas cosas y otras; se veía desbordado por todo lo que quería comprar.

“No lo sé, hay tantas cosas que me gustan …..”

La atención de Papi y del dependiente se desvió en ese momento hacia Chiquitín, que había descubierto un estante con comics y se había dirigido hacia él. Papi iba ya a regañarle, pero cambio de opinión al ver el contenido de los tebeos. En las portadas, guapos jovencitos aparecían con el culito desnudo en pompa, o bien con las nalgas ofrecidas sobre las rodillas de papás, tios o abuelos que los azotaban con expresión severa, mientras los pantalones y los calzoncillos colgaban de sus tobillos o aparecían directamente tirados en el suelo. El dependiente, que cada vez veía en Papi mayor potencial como cliente, se apresuró a dar explicaciones.

“Son las nuevas historietas que hacen furor entre los más pequeños. A ellos les divierten, y además hacen que vean los azotes como algo normal, puesto que sus ídolos también los reciben con frecuencia. Además, me consta que muchos padres también las leen” Al decir esto último, le guiñó el ojo a Papi, que no veía mal las nuevas lecturas de Chiquitín. De hecho, al ver lo guapos que eran los niños de los tebeos, Papi le consintió al pequeño, para gran alegría de este, que comprara los dos que más le gustaran.

Mientras el niño elegía sus comics, el dependiente le propuso a Papi ver la colección de varas, correas e instrumentos de sujeción durante el castigo. Los dos adultos se dirigieron a la otra esquina de la tienda.

Ni siquiera en ese ambiente tan poco propicio, la mente de Chiquitín dejaba de planear travesuras. Tener tebeos nuevos no le hacía olvidar que Papi tenía la intención de comprar un nuevo cepillo (¡o varios!). Él se había llevado una inmensa zurra por la mañana por haberse librado del cepillo, y ahora tanto sufrimiento no iba a servir para nada, puesto que allí había cepillos y reglas de madera igual de dura o más que el que había en casa. Y además muchos y a buen precio. Con esta nueva tienda, se avecinaban tiempos muy difíciles para su culito.

Al pensar en lo del precio y ver el montón de cepillos amenazadoramente exhibidos en el estante, fue cuando la idea traviesa cruzó como un relámpago por la cabeza de Chiquitín. Los cepillos no tenían una etiqueta de precio, sino que éste aparecía indicado por una banderita que había en el estante. ¿Y si la cambiaba por otra de precio mucho mayor? Al lado de los cepillos, había una gigantesca “paddle” americana con agujeros, que costaba diez veces más.

Chiquitín miró hacia Papi y el dependiente, que estaban discutiendo sobre los diferentes tipos de correas. Ninguno de los dos miraba hacia él en ese momento. Con disimulo, se acercó al estante y cambió las dos banderitas de precios.

Le dio tiempo a volver junto a los tebeos que había seleccionado justo cuando Papi venía ya de vuelta hacia él, mientras el dependiente ponía las correas en su sitio.

“Bien, esas correas son bastante caras; entonces supongo que me llevaré uno de estos cepi ……”

Al ver el precio Papi enmudeció. Hubiera jurado que antes había un cero menos en la banderita. Era demasiado bonito pensar que un buen cepillo de madera pudiera ser tan barato. En cambio la pala gigante americana era muy barata; Papi dudó un momento, pero aquello era demasiado para pegarle a Chiquitín, por muy travieso que fuera. Parece que habría que seguir zurrando al niño con la paleta vieja de casa. ¡Que lástima!

Un ruido muy familiar distrajo los pensamientos de Papi. Era el característico AAAAyyy de Chiquitín cuando le cogían de la oreja. Se le hacía raro porque no era él mismo quien regañaba a su hijo. Al volverse vio que el dependiente se dirigía hacia él arrastrando a Chiquitín de la oreja.

“Disculpe señor, me temo que el pequeño ha hecho una travesura. Ha jugado con los precios cambiándolos de sitio”.

El dependiente soltó la oreja de Chiquitín y se apresuró a cambiar de nuevo las banderitas con los precios. Papi puso una sonrisa de oreja a oreja al ver que los cepillos sí eran tan baratos como había previsto. Pero a continuación su cara se ensombreció al comprender que Chiquitín no sólo había hecho una travesura, sino que además era una travesura interesada con intención de engañarle.

El pequeño tenía el corazón en un puño tras haber sido descubierto, justo en medio de todos aquellos cepillos, palas y correas. Su desdichada oreja, todavía caliente de la mano del empleado, sufrió un nuevo retortijón por parte de Papi. Un nuevo AAAAyyy sonó en la tienda.

“Ya hablaremos cuando volvamos a casa. Te voy a calentar el culo a base de bien”

El dependiente intervino:

“No quiero entrometerme, pero si quiere no tiene por qué esperar a volver a casa. En esa esquina –dijo señalando una puerta con el dedo- tenemos una zona de castigo en la que puede azotar al pequeño con toda la intimidad y la comodidad del mundo”

Papi recordó que su jefe le había comentado lo de la zona de castigo. La posibilidad de darle su merecido a Chiquitín allí mismo era muy tentadora. Mientras pensaba en esto, seguía agarrando la oreja del pequeño con firmeza.

“La utilización de la zona de castigo es totalmente gratuita” dijo el dependiente anticipándose a las dudas de Papi, “y también lo es el uso de los instrumentos de castigo que hay allí. Si quiere puede echarle un vistazo y decidir”

“Si es tan amable …..”

Sin más palabras, el dependiente cruzó la tienda guiando a padre e hijo hacia la zona de disciplina. Arrastrado por la dolorida oreja, Chiquitín se sentía lleno de terror e incapaz de asumir que iba a recibir una paliza, merecida además, allí mismo.

El empleado abrió la puerta y la sostuvo para que sus clientes entraran en la zona reservada. Consistía en un pasillo donde otras puertas daban a estancias privadas. La primera de ellas estaba ocupada, a juzgar por los ruidos de golpes y quejidos que, aunque atenuados, llegaban claramente al oido de los tres visitantes. Pero la segunda estancia tenía la puerta abierta. El dependiente indicó a Papi y a Chiquitín que entraran e hizo una breve, y un tanto innecesaria, explicación de las partes de la sala.

“Ahí tiene un pequeño sofá donde tender al muchacho sobre sus rodillas. Si prefiere las sillas, ahí tiene una plegada en la esquina. Aunque pequeña, es confortable y resiste los pataleos de los niños durante la azotaina. Si desea utilizar algo más que su mano, en las estanterías de la pared tiene una amplia colección de palas, cepillos, reglas y correas. También puede encontrar muy útil este pequeño potro de sujeción en el que puede atar al muchacho y colocar su trasero en la posición más cómoda para los azotes”

Papi miraba con evidente atención el potro. Chiquitín llevaba todo el día siendo travieso y necesitaba una buena lección; sujetándolo se le podría azotar cómodamente sin pataleos ni aspavientos. Además ya le había zurrado sobre sus rodillas aquella mañana y ahora le apetecía castigarle con el culito en pompa.

“El potro me parece muy interesante”

“Buena elección, señor. Si quiere le ayudo a colocar al muchacho. ¿Desea atarle las muñecas y los tobillos para que no patalee?”

“Estupenda idea”

Chiquitín sabía que no debía de protestar ni armar escándalo delante de desconocidos, pero Papi nunca le había atado ni utilizado un potro para castigarle, y la idea le llenaba de terror.

“Noooo, por favor, Papi, por favooooooor”

El dependiente, probablemente acostumbrado ya a las escenas que montaban los niños, hizo caso omiso de las quejas e inclinó a Chiquitín sobre el potro. El instrumento era similar a un plinto de gimnasia, con un hueco interior para que los genitales del muchacho castigado no quedaran aplastados. Tenía unas argollas con las que el empleado aseguró en un instante las muñecas de un Chiquitín, que ahora protestaba en voz más baja, seguramente porque veía que el castigo era inevitable y que le convenía mostrarse sumiso. La altura era regulable mediante una pequeña palanca. El dependiente la subió un poco y el culito del pequeño se puso más ofrecido y más en pompa, para satisfacción de Papi.

“¿Así le parece bien?”

“Un poquito más levantado, por favor”

Papi dijo “perfecto” cuando el culete estuvo colocado en pompa de la forma más apetecible para unos azotes. A continuación su mirada se dirigió a todos los instrumentos que colgaban de la pared, pensando cual sería el más adecuado para que Chiquitín recibiera una lección muy dolorosa pero tampoco cruel.

El dependiente vio su trabajo finalizado por el momento.

“Si me necesita estaré fuera, aunque ahora creo que preferirán estar los dos solos durante un buen rato”

“Muchas gracias”

Al cerrar la puerta, el dependiente vio a Papi coger un pesado cepillo de madera muy semejante al que iba a comprar. Una vez estuvieron los dos solos, Chiquitín hizo un último intento de conmover a su papá rogando que no le castigara. Pero Papi estaba ya más que acostumbrado a los lamentos de última hora. La travesura del muchacho tampoco había sido muy grave, pero le había puesto en ridículo delante del dependiente de la tienda; a Papi no le gustaba nada que su autoridad paterna se viera cuestionada ante gente de fuera. Tenía que demostrarle a Chiquitín que aquella no era forma de comportarse en público, y además también mostrarle al dependiente que era un padre serio que no se dejaba tomar el pelo. Para ello, su niño debía salir de aquella sala con el culito muy rojo.

Papi observó el bello espectáculo que tenía delante, Chiquitín doblado sobre el potro con el culete en pompa esperando por su zurra. Sin dignarse a responder a las peticiones del joven, que quería “hablar” con él, se colocó detrás de él y comenzó a hacer uso del cepillo.


Quince minutos después, un sudoroso pero relajado Papi contemplaba con bastante satisfacción los resultados de su trabajo sobre las nalgas de Chiquitín. Doblado sobre el potro sin posibilidad de moverse, el pequeño no había tenido posibilidad de evitar que Papi calentara hasta el último rincón de su trasero y de la parte superior de los muslos, que ofrecían un tono rojo oscuro de una uniformidad imposible de lograr castigando en otra postura. La satisfacción del papá se redondeaba por las lágrimas de Chiquitín; no eran los típicos sollozos falsos, sino que el pequeño estaba llorando por el dolor y la vergüenza que sentía. Saber que había sido un niño malo y sentirse atado y tan indefenso ante los azotes de Papi había llevado a Chiquitín al límite; al ver que el llanto era auténtico, Papi se enterneció y paró inmediatemente los azotes. Le fue muy fácil desatar al niño; cogió el cuerpo un tanto entumecido de su hijo y lo sentó sobre sus rodillas mientras se acomodaba en el pequeño sofá de la estancia. Allí estuvo abrazando, acariciando y dando besitos a Chiquitín hasta que el pequeño se calmó y dejó de llorar. En el momento en que le secaba los ojos y la nariz con un kleenex, el dependiente llamó a la puerta del cuarto y entró.

“¿Todo ha ido bien?” Preguntó con una amplia sonrisa viendo lo tierno de la escena.

“Estupendo. No creo que Chiquitín vuelva a hacer ninguna travesura en esta tienda. ¿A que no?”

El pequeño sacudió la cabeza como respuesta. Papi y el dependiente sonrieron. Papi permitió al pequeño levantarse y acariciarse el culete, cosa que este hizo encantado. En ese momento, el empleado se acercó a Papi y le cuchicheó al oido algo que Chiquitin no entendió. Papi puso cara de gran satisfacción y conformidad.

“De acuerdo. Vamos, Chiquitín, acompáñanos”

El pequeño volvió a sentir un nudo en el estómago ante el temor de más azotes, pero no se atrevió a preguntar nada. Con la cabeza agachada, siguió a Papi, que lo llevó cogido de la mano, y al vendedor fuera de la estancia. Apenas le importó sentir la mirada de clientes y encargados cuando apareció de nuevo en la tienda desnudo con el culito de un color rojo intenso. El escozor en las nalgas, y la posibilidad de un nuevo castigo, le preocupaban mucho más.

El paseo duró hasta un rincón de la tienda en el cual había dispuestos varios potros similares al que había tenido amarrado a Chiquitín poco tiempo antes. Sobre uno de ellos estaba inclinado un muchacho cuyo trasero estaba tan rojo como el de Chiquitín, con el agravante de que en su caso unas marcas de vara eran perfectamente distinguibles. El pequeño entendió enseguida en qué consistía este nuevo castigo. Encima del otro muchacho, un cartel rezaba: “mi papá me ha dado una azotaina por travieso”, y el dependiente ya estaba colocando otro cartel idéntico sobre un potro que estaba vacío, pero que seguramente no lo estaría dentro de poco.

En efecto, Papi indicó a Chiquitín que se inclinara sobre el potro justo debajo del cartel. El dependiente le ató de forma diligente las muñecas y los tobillos, y el culito ardiente y rojo del joven quedó en pompa, expuesto ante el resto de clientes y empleados de la tienda, al lado del otro muchacho. Chiquitín sintió la mano de Papi acariciando sus nalgas doloridas.

“Ahora te vas a quedar ahí castigado durante una hora mientras yo hago unos recados. Si no te portas bien, el dependiente tiene mi permiso para azotarte. Si eres bueno, al llegar te pondré una cremita en el culete que te aliviará el dolor. Mientras tanto, todo el mundo podrá ver lo travieso y desobediente que has sido”

Tras el aviso, Papi se retiró. El dependiente colocó delante de Chiquitín un espejo que le permitía ver, por el reflejo de otro espejo que tenía detrás, su culete en pompa, tal como lo veía el resto de gente de la tienda. El rojo intenso producto de los azotes con el cepillo era todavía más perceptible por lo muy expuestas y abiertas que estaban las nalgas. Además, el ano y los genitales de Chiquitín también aparecían completamente a la vista. La incomodidad, el dolor en el culete y la humillación de aparecer tan desnudo ante desconocidos, provocaron de nuevo el llanto en Chiquitín.

Al cabo de una hora que al pequeño se le hizo eterna, apareció Papi. Con cariño y cuidado, desató al pequeño, lo acarició y besó durante un buen rato, y le alivió el culito todavía dolorido con una crema. A continuación, Papi pagó sus compras, el cepillo y la regla nuevos, Chiquitín recuperó su ropa y los dos partieron hacia casa, el pequeño de la mano de Papi. El padre sabía que Chiquitín, después de la gran paliza que se había llevado, sería bueno y cariñoso el resto del día, y seguramente también al día siguiente. Pero los niños eran niños, y antes o después Chiquitín volvería a ser desobediente, por lo que Papi no tardaría en estrenar los instrumentos que había comprado.


Chiquitin / spainkophile@yahoo.es

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