La gorda

 



Era un golpe fácil, dos hombres armados contra una mujer, solo debíamos entrar a la casa y robar todo lo que hubiera de valor. Hasta pensábamos entrar con la camioneta hasta el interior del parque, ya que en una casa de las afueras, como lo era esta, nadie vería nada, y podríamos desvalijar la casa sin problemas. Los perros no eran un inconveniente, esa misma tarde les habíamos tirado unos trozos de carne envenenada y ya hacía rato que no los escuchábamos ladrar. Juanjo, mi compañero, y yo, Raúl, espiábamos los movimientos de la casa.


Por las luces, sospechábamos que esa mujer, una gordita de unos 45 años, estaría viendo la televisión antes de irse a dormir. Trepamos el tapial y nos dirigimos sigilosamente hasta la casa. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas, eso ya lo teníamos en cuenta, pero sabíamos de una ventana que estaba rota, ya que un amigo nuestro, el que nos paso el dato para este golpe, había venido a presupuestar el arreglo. Era la única ventana que, debido al arreglo, no tenía rejas, y si bien estaba cerrada, sabíamos como abrirla fácilmente pues nuestro compinche nos había dejado todo preparado.

Fue sencillo, en un abrir y cerrar de ojos habíamos retirado uno de los cristales con su marco incluido, sin hacer absolutamente ningún ruido, y ya estábamos adentro de la casa. Caminamos despacio para que no se escucharan nuestros pasos, y fuimos hacia el living, donde estaba la gorda viendo la televisión. Nos acercamos por detrás, sin que nos viera o escuchara, y de pronto nos abalanzamos sobre ella. Mientras Juanjo le tapaba la boca con su mano para que no gritara, y le sostenía los brazos inmovilizándola, yo le apunté con mi pistola en la cabeza y le expliqué con autoridad:

—Gorda, quedáte tranquila y no grites porque sino la vas a pasar feo, me entendés.

Creo que entendió bastante bien, en cuanto vio el arma se quedó quietita, Juanjo de a poco y cautelosamente la fue soltando, y ella no gritó ni opuso resistencia. Entonces busqué una silla y me senté delante de ella, que estaba desparramando su gordura en un sillón individual.

—Mirá gorda, vamos a hacer esto bien rápido, así te ahorrás disgustos vos, y nos ahorramos disgustos nosotros. Decime donde tenés la plata y nos vamos.

Nos miró aterrada, realmente estaba muy asustada, pero no decía nada.

—¡La plata, gorda, la plata!

—Está en el cajón de la mesa de luz…— dijo al fin.

—Juanjo— y le hice una seña a mi compañero. Inmediatamente el fue a la habitación. No tenemos jefes, repartimos el botín en partes iguales, pero cuando estamos trabajando el sabe que la situación siempre la manejo yo, así es como mejor trabajamos.

Juanjo volvió con un puñado de billetes. Era una cantidad respetable, pero muchas veces los dueños de casa suelen tener escondidas cantidades mayores. Eso fue lo que sospeché y le dije

—¿Vos nos estás pelotudeando, gorda? ¿No nos estarás engañando, no? Mirá que si no me decís donde está la plata, vamos a registrar todo, y si la encontramos y vos nos estabas mintiendo, la cosa se va poner brava, ¿eh?

—Eso es todo lo que hay, el resto está en el banco…

—Juanjo, agarrá las llaves de la casa y andá buscar la camioneta, yo me quedo charlando con la gorda.

Juanjo se fue y yo me quedé mirándola a la gorda. Tenía una papada enorme, era barrigona y sus piernas se asomaban del vestido blanco con flores azules, y esas piernas eran gordas, enormes. Tenía, eso sí unos ojos celestes muy bellos, una naríz pequeñita y respingada, y el cabello lacio y castaño caía sobre sus hombros, y todo lo demás en ella era gordura, era inmensidad. Al igual que las tetas. Carajo, que par de tetas tan grandes tenía, no creo que nunca en mi vida yo hubiera hecho el amor con una mujer que tuviera las tetas tan grandes.

Me acerqué a ella y le apoyé el revolver en la cabeza.

—Quietita gorda, quedáte tranquilita que no te va a pasar nada, ni se te ocurra decir una palabra porque te quemo la cabeza. Lo único que podes decir es adonde está la plata— y con mi mano libre empecé a desprenderle los botones del vestido, que cerraba por delante, para poder verle ese par de tetas inmensas que me despertaban muchísima curiosidad.

—Por favor, espere, no siga…

—Adonde está la plata, gorda, no me jodás.

Desprendí los botones hasta donde llegaban las tetas, no quería ni ver la enorme panza de esa mujer. Abrí el vestido para agrandarle el escote y dejé a la vista esas dos enormes bolas de carne de teta, encerradas por el sujetador mas grande que haya imaginado. Era de color blanco, de algodón, y presionando a mi víctima con el caño del revolver en la cabeza, le dije

—Dale gorda, mostráme las tetas porque si no va a ser peor.

Me obedeció, aterrada, y se corrió el corpiño hacia abajo, y dos pezones enormes, ante mi asombro, se hincharon y pusieron duros delante mío. Con mi mano libre agarré uno de ellos. Era tremendamente carnoso, parecía casi el chupete de un bebé. Lo apreté un poco y luego me puse a masajearle las tetas…

—Gorda, si no me decís donde está la plata va a ser peor…

Temblando como una gelatina me dijo que ya nos había dado toda la plata que tenía. En eso Juanjo entra con la camioneta al jardín y la estaciona en la puerta de la casa.

—¡Que hijo de puta que sos! Pobre gorda, dejala tranquila.

—Vení, mirá las tetas que tiene.

—Son grandes, ¿no?— dijo, mientras con una de sus manos tomaba uno de esos pechos por debajo, y la levantaba como quien calcula el peso de algo.

—Ya que no nos da la plata bien nos podría hacer un pete.

Entonces los dos nos levantamos y nos bajamos los pantalones, y yo le apunté en la cabeza y le dije

—Mas te vale que nos las chupes bien, gorda, porque si no te vamos a transformar en hamburguesas.

—La gorda, llorando, se tragó nuestras pollas por turnos, masturbándonos. Estabamos en el paraíso. Juanjo acabó primero, llenándole la boca con su esperma. Luego de eso, yo ya no quise que mi verga se ensuciara, así que me empecé a masturbar solo, delante de la gorda

—Relamete la leche, gorda, pasáte la lengua por los labios y tocate las tetas…

Mientras ella me obedecía, yo me di el gusto de eyacular con tanta puntería que mi chorro de semen fue a para directamente en su ojo… fue fantástico.

Luego nos subimos los pantalones y empezamos a desvalijar la casa, cargando en nuestra camioneta todo lo que de valor encontrábamos, mientras la gorda, sentada sobre el sillón, con sus tetas y su cara llena de semen, miraba como nos llevábamos sus cosas.

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