El teléfono! / Segunda parte
Como podrá sobreentenderse, no siempre que se recibe una azotaina resulta placentera. Por muchos motivos. Si bien es cierto que, después, con el recuerdo de aquella, uno pueda registrar evocaciones o sentimientos excitantes, como sería éste el caso, en el preciso instante de estar recibiéndola, maldita la gracia que te hace.
Algo así me sucedió, con el teléfono como preámbulo, en una ocasión. Mi madre y mi tía, habían salido por la mañana hacia el hospital, con el objeto de realizarse, mi madre, una revisión de su dolencia hepática y dejaron aviso a nuestras vecinas, para que nos “echaran un ojo”, en su ausencia. La cuestión es que, nosotros tres (mi hermana, mi hermano y yo), estábamos en un periodo de “investigación” –por así decirlo- con cualquier cosa que cayera en nuestras manos y, aquella mañana decidimos investigar las cerillas y los papeles, para ver cómo ardían y cómo quedaban después.
Estábamos muy entretenidos hasta que el sonido del teléfono nos “descuadró” el experimento. La llamada resultó ser para mi vecina Angelines, y yo fui el encargado de avisarla. En nuestra inocencia, no le dimos importancia al olor a quemado que había por toda la casa, quizá porque ya nos habíamos acostumbrado a él. Es más, en nuestro entusiasmo con el experimento del fuego e ignorantes por completo del pavor que le producía a nuestra vecina, mientras ésta estuvo al teléfono, nosotros continuamos a lo nuestro. La verdad es que la mano de un ángel protector debió estar cubriéndonos constantemente porque, una vez que lo analizas, te das cuenta del gravísimo accidente que podíamos haber causado. Estábamos utilizando cerillas de madera, cuya caja ya casi habíamos agotado, para quemar papeles de periódicos y revistas que mi madre guardaba en una pequeña despensa, junto a la cocina. Los estábamos quemando en una especie de papelera de plástico gris y no logro entender cómo no salió ardiendo también. Además, para mayor delito, la habíamos situado, por ignorancia, junto a una de las botellas de gas butano, muy cerca de la cocina y de las gomas de conducción del gas.
Al poco de la conversación telefónica de mi vecina, la escuchamos decir:
-¡Hay!¡Aquí huele a quemado! Espera un momento, que no me fío de éstos. Voy a ver qué están haciendo. –Soltó el teléfono y preguntó- ¿Qué estáis haciendo, que huele a quemado?
A lo que los tres respondimos al unísono:
-¡No!¡Nada, nada!
-¿Nada? –Volvió a preguntarnos, al tiempo que se acercaba hasta la cocina-.
Cuando llegó hasta nuestra posición, su cara se tornó pálida, luego roja de ira, después, otra vez pálida y soltó un grito estremecedor.
-¡¡¡Aaaahhh!!! ¡¡¡Yo, os mato!!!
Inmediatamente, se dio media vuelta y, con paso muy ligero, se acercó hasta el teléfono, de nuevo.
-¡Oye! Ya te llamaré, que estos sinvergüenzas le van a prender fuego a la casa. -Colgó el teléfono y se dirigió hacia nosotros hecha una verdadera furia-.
En el corto espacio de tiempo que duró su vuelta al teléfono, nosotros, por supuesto, intentamos recoger y limpiar todo, lo más rápido posible, para luego pretender negar la evidencia. Aunque, ya era demasiado tarde. Todos sabíamos que la paliza, a base de zapatillazos, que nos iba a dar nuestra vecina, iba a ser memorable y nada, ni nadie, podría remediarlo. Ni qué decir tiene que intentamos huir, escondernos en cualquier rincón, pero la sentencia estaba dictada y la señora Angelines no iba a desperdiciar la oportunidad de desahogarse con nosotros. Esta vez, tenía la razón y la suerte de su parte. No iba a necesitar ninguna excusa con mi madre, ni con mi tía, en caso de dejar marcada su zapatilla en nuestros muslos, como así sucedió.
En un alarde, mezcla de rapidez y maña, giró bruscamente su tobillo derecho, para descalzarse, saliendo su zapatilla disparada un metro más allá y, sobre la marcha, sin perder un instante, se agachó, rauda, veloz como una gacela, para asirla con gran fuerza y comenzar dar gritos, alaridos e improperios hacia nosotros y nuestro acto.
-¡¡La madre que os parió!! –Gritó- ¡¡Hoy os mato!!¡¡Os mato!! ¡¡Os voy a moler a zapatillazos!! –Nos imprecaba despavorida, una y otra vez-. ¡Os voy a dar tal paliza, que vais a estar llorando una semana! ¡Venid aquí!
Salimos todos, corriendo como los ratoncillos, cada uno hacia un lado… A la primera que alcanzó, fue a mi hermana. La agarró por las trenzas y comenzó a darle zapatillazos con tal rabia que mi hermana daba saltos. Se dejó caer al suelo con el ánimo, supongo, de protegerse de la zapatilla, pero fue en balde. Allí mismo, con mi hermana en el suelo, la vecina se inclinó un poco hacia delante y siguió azotándola, una y otra vez, una y otra vez, en las nalgas, los muslos, las piernas… Mi hermana seguía retorciéndose, pero daba igual. Ella seguía blandiendo la zapatilla y golpeándola contra mi hermana, sin compasión, levantándole la faldita, cuando podía, para llegar mejor a su destino. Yo estaba paralizado ante aquel espectáculo. No sabría decir cuántos zapatillazos le dio. ¡Muchos!¡Muchísimos! Y estuvo “liada” con ella un buen rato. Hasta que le parecieron suficientes, o se cansó.
Se tomó un ligero respiro de unos segundos y se avalanzó sobre mí, que estaba inmóvil, aturdido, ante la soberana paliza que acababa de presenciar, resignado por la que a mí me esperaba.
-¡Y ahora, tú! –Me dijo-.
-¡No, Angelines!¡No, por favor!¡No!¡No me pegues!¡¡¡Noooo!!!¡¡¡AAAAAHHHH!!!
De poco sirvieron mis peticiones. Me cogió por el pecho y me arrastró hacia ella, sujetando mi cabeza entre sus muslos, para que no pudiera escapar o revolverme, y comenzó a caerme encima, un alubión de zapatillazos duros, crueles, hondos, impecables e implacables. Con la fuerza que utilizó para azotarme, en uno de los rebotes, la zapatilla se le cayó al suelo. Resoplé aliviado, creyendo que la azotaina se había terminado, pero estaba en un error. Para poder alcanzar la zapatilla, hubo de soltarme un instante de entre sus piernas, pero me mantuvo sujeto por el brazo, firmemente. Vi cómo se agachaba, cómo recogía su chinela y cómo la sujetaba por la zona delantera, dejando libre el talón, con el que continuó azotándome. Al ser más gruesa la goma, y más dura, aquellos zapatillazos que siguieron, retumbaron como cañonazos y, además, siendo la parte de la suela mucho más flexible, fácilmente podía sujetarla con mayor firmeza y golpearme con más fuerza y más seguridad. Aquellos zapatillazos fueron unos de los más numerosos y dolorosos, que jamás nadie me propinara.
Sonó el timbre de la puerta. Automáticamente, los zapatillazos cesaron. No puedo precisar el número. ¡Incalculables! Dejó caer al suelo la zapatilla, se la calzó rápidamente y se acercó hasta la puerta principal, para abrirla. Me había salvado la campana –nunca mejor dicho-, pero las marcas que me dejó, permanecieron varias horas. Mi otra vecina, “Aure”, sabiendo que, ni mi tía, ni mi madre, habían vuelto aún a casa, pues éstas solían avisarla a su regreso, alarmada por los ruidos de los golpes, los gritos y los llantos, que salían del interior, llamó a la puerta para interesarse por lo que estaba sucediendo. Tras las explicaciones recibidas, se echó las manos a la cabeza y comenzó a regañarnos y zarandearnos, muy nerviosa, muy alterada. Pensé que también nos iba a azotar, pero no. Ella, siempre fue más consecuente y -a la vista estaba-, estábamos recibiendo un gran escarmiento, por lo que no hizo más que enfadarse con nosotros.
A todo esto, mi hermano pequeño, que había permanecido, escondido, debajo de una cama, salió hacia el comedor, donde nos encontrábamos, dando por sentado que todo había terminado. Estaba muy equivocado. Al verlo salir, mi vecina, Angelines, dijo:
-¡Ah! ¡Si faltabas tú! ¿No pensarías librarte de la zapatilla?¿Verdad?
Dicho y hecho. Levantó su pie derecho, doblando la pierna hacia atrás, alcanzando el talón de su zapatilla con la mano derecha y sacándola lentamente hacia delante. En ese instante, me miró. Sabía que aquella escena, pese a sentirme muy dolorido por la azotaina que me había propinado, me excitaría. Ver su pie desnudo, a media altura. Contemplar la planta de su pie, descalzo, lentamente, a medida que la zapatilla iba saliendo y lo iba descubriendo, era una escena que desataba un morbo especial en mí, y ella lo sabía. Ella fue una de las que me “descubrió”, cuando estaba al teléfono y por ello me provocaba, cada vez que tenía ocasión. El tiempo se hizo eterno en esa escena. La otra vecina nos miraba, sin comprender. Todo parecía transcurrir a cámara lenta. Parecía como si me estuviera brindando los zapatillazos que le iba a propinar a mi hermano. Sabía que aquello me excitaba. Bajó su mirada, cómplice, hacia mi henchido pene, recordando alguna otra situación y se acercó hasta mi hermano, que se había quedado inerte, después de recibir su sentencia. Apretó a mi hermano contra su cuerpo y, en presencia de mi otra vecina, sin importarle que estuviera, comenzaron los zapatillazos de rigor.
El pequeño se revolvió al quinto o sexto zapatillazo, aunque de nada le sirvió. La experiencia y la maestría de la azotadora, se impusieron ante la bravura de mi hermano. Le agarró por el brazo izquierdo y continuó con los zapatillazos, algo más enfadada por haberse zafado de su fijación. Así que, ahora, la azotaina continuaría en círculo, sin darle una sola oportunidad. De vez en cuando, cada cuatro o cinco zapatillazos, intentaba cubrirse con el otro brazo pero, además de recibirlos en éste, el resultado era peor. Los cuatro o cinco zapatillazos siguientes, solían ser más fuertes que los anteriores. Su cuerpo se arqueaba hacia delante en un intento de esconder las nalgas y ofrecer el menor ángulo posible a la zapatilla, en vano. Si no podía azotar sus nalgas, azotaba sus muslos. Nada se podía hacer, ante la sapiencia de aquella catedrática en zapatillazos.
Siete u ocho veces, sucedió lo mismo, sumando un total aproximado de unos cuarenta zapatillazos. Menos, sin duda, que a los demás. Hasta que la otra vecina se interpuso y a poco, no se llevó ella, también, unos cuantos. Me volvió a mirar. De nuevo, había conseguido excitarme. El bulto provocado por la erección, no le pasó desapercibido y, con mucho disimulo, después de azotar a mi hermano, hizo el gesto inverso al anterior. Volvió a levantar su pie derecho, ofreciéndome la escena de costado, para que yo pudiera presenciarlo en un primer plano, doblando la pierna hacia su espalda y, lentamente, volvió a introducir su pie en la zapatilla, de tal forma que yo pudiera ver su pie, la planta de éste y su zapatilla, sin perder detalle. Me hizo un guiño extraño…
Mientras Aure consolaba a mis hermanos, ella aprovechó para acercarse a mí, con la excusa de hacer lo propio conmigo. Me abrazó tiernamente, acercándome a su regazo, hasta rozar mi pene con sus piernas. Con la mano derecha me frotó las nalgas, apretándome un poco más y, con la otra, ocultada a la vista por mi cuerpo, apretó mi pene y lo frotó, al compás de las nalgas. Dijo alguna frase cariñosa, pero no la recuerdo. Y, como mi otra vecina estaba pendiente de los demás, que se habían marchado a la cocina, nadie podía descubrir ahora nuestro secreto. Continuó por unos minutos acariciándome, abrazándome y frotando mi pene con sus largos dedos, mientras yo, me dejaba hacer.
-Ahora… suave, ahora… fuerte, ahora… rápido, ahora… suave, ahora… otra vez fuerte, ahora… –Me susurraba al oído, en voz muy baja-
Así, hasta que alcanzara un orgasmo y que me derrumbara de placer. Casi me desmayé. Tantas y tan distintas emociones, en tan poco tiempo, debilitaron mi cuerpo por un instante, cuando se produjo la semental erupción. Ella me sujetó, cuando mis piernas flaquearon y se doblaron. Apretó mi pene y lo agarró, por última vez, fuertemente, junto con la tela del pantalón.
El precio que había pagado por aquella eyaculación, había sido caro; pero más caro resultaría, cuando mi madre y mi tía regresaran a casa.
Continúa en “El teléfono - 3ra parte”
JOSEMAVIG@terra.es
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