¡El teléfono! / Primera parte

 


El primer aparato de éstos que se instaló en nuestro edificio, fue el de nuestra casa. Desde luego, el revuelo que se armó entre las vecinas y las amigas de mi madre, resultó ser escandaloso. Había que verlas a todas, parloteando, cuchicheando y cotilleando entre ellas. La reunión era de lo más informal. Allí estaba la vecina de enfrente, la señora Aurelia, una mujer encantadora, inteligente, culta y bastante atractiva, aunque su vida se había limitado, como las vidas de las demás esposas y amas de casa, a las tareas típicas del hogar. Tenía su genio –todo hay que decirlo-, pero siento un gran cariño por ella, a pesar de que alguna que otra vez, me atizara también con la zapatilla, pero era una gran mujer y mejor persona. Tenía dos hijas: Tere, la mayor, unos tres años menor que yo, rubia, de pícaros ojos azules, revoltosa y rebelde, que con los años se ha convertido en una enfermera eficiente y en una más que atrayente mujer. Y Ana Mari, la más tímida en apariencia, pero la que peor humor tenía. Poco he vuelto a saber de ella.


Entre ambas hermanas siempre existió, además de celos, una gran rivalidad, que terminaba convirtiéndose en verdaderas peleas y, la madre, no tenía más remedio que quitarse una zapatilla y sacudirles unos cuantos zapatillazos para separarlas. No había otra manera. Su terraza lindaba con la nuestra y he sido testigo en muchas ocasiones de aquellas peleas, cuyo resultado final, implacablemente, eran los zapatillazos que les propinaba su madre. Por supuesto, cuando las oía pelear, procuraba estar cerca de ellas, pues no quería perderme la escena que solía poner el punto final. Mi excitación comenzaba al escucharlas e iba en aumento, progresivamente, a medida que escuchaba a su madre advertirlas: “¿Ya estáis otra vez? ¡Como me quite la zapatilla…! ¿Voy?”


Esto solía repetirlo varias veces, lo que conseguía que yo me excitara más y más, esperando ver cómo se quitaba la zapatilla. Hasta que la mujer no lo aguantaba más y la veías salir por el pasillo, hacia el salón, se detenía un instante, levantaba el pie derecho, se quitaba la zapatilla con la mano izquierda, la acomodaba en la derecha y reiniciaba la marcha, con mucho brío, hacia sus dos hijas y comenzaba a soltar zapatillazos a diestro y siniestro, apartándolas con la mano izquierda y procurando levantarles la faldita para llegar bien a sus nalgas. No siempre lo conseguía, porque mis vecinitas se revolcaban y la mayoría de las veces, los zapatillazos iban a parar a sus muslos. La escena de ver a mi vecina inclinada hacia delante, sacudiendo zapatillazos primero a una, luego a la otra y vuelta a empezar, me ponía frenético de placer.


La señora Aurelia –”Aure”, como le gustaba que la llamásemos- era muy paciente. Hay que reconocérselo. Y no tenía mala intención cuando te sacudía con la zapatilla. Además, se ponía muy nerviosa, como si no quisiera pegarte pero, a la vez, como si no tuviera más remedio que hacerlo. La prueba es que, cuando ocurría, solía darte unos diez o doce zapatillazos, muy deprisa, como si quisiera terminar rápido, te regañaba muy alterada y te volvía a sacudir otros diez o doce zapatillazos, tan rápidos o más que los anteriores. Te regañaba de nuevo, dejaba caer la zapatilla al suelo y, antes de reintroducir su pie en ella solía advertirte: “¡No me obligues a quitármela otra vez!” Al poco rato, solía acercarse a quien hubiera recibido la azotaina, le acariciaba, le calmaba y le daba explicaciones. Casi siempre fue así, pero no todas las veces, como comprobaremos más adelante.

No puedo decir lo mismo de la vecina de abajo porque, ésta, disfrutaba de verdad cuando golpeaba a cualquier niño con la zapatilla. De verdad, disfrutaba. ¡Claro! ¿Cómo iba ella a perderse la pequeña fiesta? Estaba en su salsa. Aunque hemos seguido manteniendo el contacto porque, en el fondo, también tengo un sentimiento de cariño hacia ella. La señora Angelines, mi vecina extremeña, de carnes prietas y movimientos acompasados de nalgas, sentía verdadero placer sexual desde que comenzaban sus advertencias, hasta que tenía la zapatilla en la mano. En ese momento, su excitación era tal, que se convertía en frenesí, llegando al éxtasis, cuando te azotaba con ella. No puedo aseverar que llegara al orgasmo en el transcurso de sus azotainas pero, a juzgar por los gestos que hacía, sus movimientos, y los sonidos que emitía, juraría que sí. Máxime, si el receptor de sus zapatillazos era un chico y si, además, como era en mi caso, veía o notaba una erección. Por ese motivo, aunque comenzara una azotaina en la forma más espontánea –de pie, semi-agachada o similar-, al cabo de un rato, procuraba por todos los medios, o bien mantenerte pegado a ella, para obligarte a rozar con sus zonas íntimas, o bien sentarse y arrastrarte hacia sí para, colocándote entre sus muslos, además de rozarte, sentir la erección del receptor de sus zapatillazos, en aquellos.


Habitualmente, sus azotainas duraban entre siete y ocho minutos, desde el momento de la amenaza, hasta el final, por lo que calculo no menos de noventa o cien zapatillazos, en dosis muy bien ponderadas y con un ritmo creciente, que acortaba, concienzuda y progresivamente, la distancia en el tiempo, entre zapatillazo y zapatillazo, a medida que se acercaba el final. No se trata de una exageración. He podido comprobarlo en mis propias carnes, además de verlo en los demás. Incluso mi tía, que solía actuar de una forma muy similar a esta vecina, en lo que se refiere a las azotainas, en alguna ocasión, con motivo de una verdadera paliza que la vecina le estaba propinando a uno de sus hijos, con una zapatilla, tuvo que sujetarla y decirle: “¡Angelines, para ya! ¡Que lo vas a matar!” Yo fui testigo presencial de más de una.


A diferencia de la anterior, ésta, sólo te advertía una vez –cuando lo hacía-. No solía “perder el tiempo”, ni siquiera en levantar el pie para quitarse una zapatilla. Lo más habitual en ella, era detenerse ante ti, levantar rápidamente el pie derecho y, a la vez, girarlo bruscamente, de tal guisa, que la zapatilla solía salir disparada hacia delante. Inmediatamente, sobre la propia marcha, se agachaba y la recogía, asiéndola fuertemente con su mano derecha y, apretando los dientes, se dirigía hacia tu lugar. Una vez te tenía bien sujeto, comenzaba a golpearte con ella, lentamente, con zapatillazos fuertes, alternándolos de nalga en nalga, a la par que te regañaba entre azote y azote.


Después alternaba las nalgas con los muslos, sabiendo muy bien lo que hacía. Siempre dominaba la situación. Sabía muy bien dónde golpear y cómo hacerlo, procurando no dejarte marcas. En muy pocas ocasiones, muy contadas veces, se atrevía a dejarte con el culo al aire, para colmarlo de zapatillazos. Gozaba con esas situaciones. Las conocía a la perfección. Dominaba cada movimiento que tú pudieras hacer para zafarte de ella, anticipándose. Normalmente, cuando llevabas recibidos no menos de quince o veinte zapatillazos, estando ella levantada, solía arrastrarte, sin parar de azotarte, hasta una silla o el sofá –preferiblemente, la silla, porque le gustaba más “abrazarte” con sus muslos y sentir tu pene erecto rebotar, con el impulso de sus zapatillazos, que tenerte tumbado encima, sin que los roces llegasen a su destino predilecto-.


Una vez allí, te acomodaba a su gusto. Su postura preferida era la de apoyarte el bajo abdomen sobre su muslo izquierdo, de tal manera que el resto del cuerpo quedaba colgando hacia un lado y, levantando su pierna derecha, apoyada en las puntas de los dedos del pie descalzo, colocaba tus muslos, como sentados, dejándote, necesariamente, las nalgas empinadas hacia arriba. Era imposible escapar de aquella situación y era la que más utilizaba. Con la que más disfrutaba. Parecía tenerlo todo muy bien calculado. Entonces comenzaba de nuevo a regañarte y azotarte otra vez. Sus frases podían hacerse eternas pues, entre zapatillazo y zapatillazo, te soltaba una o dos sílabas de la palabra final. Sus zapatillazos eran tan contundentes, que no sería la primera vez que se le caía la zapatilla al suelo, por no poder sujetarla con los impulsos. Cuando esto sucedía –bastante a menudo-, se enfurecía más y, como tenía que agacharse para recogerla del suelo, después de hacerlo, retomaba la azotaina con mayor velocidad. Sus zapatillazos, entonces, eran más rápidos y más violentos que los anteriores. Dejaba de regañarte entre dientes y se limitaba a golpearte con la zapatilla, más deprisa, como queriendo recuperar el tiempo perdido.


Era entonces cuando yo gozaba de verdad. El dolor desaparecía paulatinamente, convirtiéndose primero en escozor e inmediatamente después, en placer. Ella lo intuía, lo sabía. Ya me conocía… Por eso, como anticipándose a mi orgasmo, para retrasarlo y, seguramente, alcanzarlo ella también, solía darle la vuelta a la zapatilla y me azotaba con la zona del tacón, en lugar de la suela. Sabía que, al ser más gruesa la goma por esa zona, el escozor desaparecería, tornándose en dolor. De esta forma –nunca supe cómo lo adivinó-, mi orgasmo se retrasaba por unos instantes, tiempo más que suficiente para que ella llegara al suyo y, para finalizar, me daba los últimos diez o doce zapatillazos, de nuevo con la suela de la chinela, de una forma muy rápida, terminando con tres o cuatro más, muy lentos, profundos, confirmando el final de la azotaina y levándome, la mayoría de las ocasiones, al éxtasis…


Acto seguido, me retiraba de encima de ella, como con desprecio, regañándome de nuevo –para quedar bien, supongo-. Dejaba caer la zapatilla al suelo de una forma despectiva pero que, al llegar al final, producía un eco maravilloso. Se levantaba, se estiraba la bata, dándose unas palmaditas en la zona delantera y volvía a meter el pie en la zapatilla, removiéndolo para que encajase en tan maravillosa herramienta. Si era una chinela o una chancleta, por lo general, en verano, no había más ritual; pero si se trataba de una zapatilla cerrada –generalmente, en invierno-, el ritual continuaba levantando el pie hacia atrás e introduciendo su dedo índice por la zona del talón, hasta acomodar definitivamente su pie, dentro. Esa escena, sigue creando mucho morbo en mí. Tanto, como la de descalzarse, amenazarte con ella y dirigirse hacia ti.


La llegada de aquel teléfono, incomprensiblemente, me iba a regalar momentos gratísimos y algunos otros, no tanto en un principio, pero sí al final. Me explicaré.


Como quiera que era el único aparato de todo el edificio, mi madre, enseguida se prestó a que las vecinas, sobre todo las más cercanas a casa, le comunicaran nuestro número a sus familiares para que les pudieran llamar en caso de necesidad. Al principio no presté atención, pero a medida que las llamadas se iban recibiendo y mis vecinas subían a casa, en bata y zapatillas, para atenderlas, se produjo en mí un fenómeno fetichista, mayor del que podía haber tenido hasta entonces. Ver a aquellas mujeres, la mayoría jóvenes, de entre veinticinco y treinta años, cómo se relajaban al teléfono, con la tranquilidad de no ser observadas, ni escuchadas, más que por mi madre –su vecina y amiga-, o por nosotros, unos críos inocentes, y se descalzaban…


Primero aflojaban una pierna. Luego dejaban salir de la zapatilla parte del pie. Después, se ponían a juguetear con los dedos del pie, queriendo sujetar la zapatilla; ésta se caía al suelo y, con el propio pie, sin mirar, más atentas a la conversación telefónica que a otra cosa, buscaban la zapatilla por uno y otro lado, hasta dar con ella e intentar reintroducirlo de nuevo. Muchas veces, debían girarla, también con el propio pie, porque le habían dado la vuelta durante el jugueteo y no podían introducirlo.


En otras ocasiones, directamente, sacaban el pie fuera de la zapatilla y comenzaban a rascarse primero, la otra pierna, con la planta del pie y, posteriormente, auto-acariciársela. Esos movimientos me excitaban mucho. Tanto, que cada vez que alguna de ellas recibía una llamada, enseguida me prestaba para ir a avisarla a su casa y volver a la nuestra detrás de ella, observando muy atentamente su caminar, el balanceo de sus nalgas, las plantas de sus pies con la subida de cada escalón, el chancleteo, el sonido… ¡En fin! Una verdadera delicia, cuya continuación se hacía maravillosa.


Una vez en casa, me marchaba disimuladamente y procuraba colocarme detrás de la puerta que daba justo al teléfono para, con ella entreabierta, agacharme y mirar, tan de cerca y descaradamente como me fuera posible, sus piernas, sus nalgas, sus zapatillas… y, sobre todo, sus pies y sus jugueteos, sus plantas… Debo reconocer que, en más de una ocasión, llegué a masturbarme sin que lo notaran, con aquellas visiones celestiales. Lo que no entiendo es cómo no me descubrió ninguna vecina. O quizás sí lo hicieran y me dejaran hacer. Al menos una de ellas, notó lo que estaba sucediendo y llegó a ruborizarse; pero siguió con el juego, como provocándome. Siempre les caí bien a las amigas de mi madre. Incluso decían que era un niño muy guapo y que “me las iba a llevar de calle”. Nunca fue para tanto.


Continúa en “El teléfono - 2da parte”


JOSEMAVIG@terra.es


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