Herencia Prohibida
Acto 1: La Semilla de la Tentación La mansión de Don Ernesto se erguía como un centinela decrépito en las afueras de Buenos Aires, un relicto colonial de paredes encaladas que el tiempo había agrietado como la piel de su dueño, rodeada de viñedos marchitos que susurraban promesas de cosechas pasadas bajo el sol implacable de diciembre. A sus ochenta años, Ernesto era un fósil viviente de la era de los caudillos: alto aún, aunque encorvado por el peso de las décadas, con una espalda que se curvaba como un sauce viejo, piel apergaminada surcada por arrugas profundas como surcos de arado en tierra seca, y manos temblorosas donde las venas azules protuberantes serpenteaban como ríos enfurecidos bajo una superficie que olía a tabaco rancio y loción de afeitar barata. Su barba blanca, rala y desprolija, enmarcaba un rostro anguloso donde los ojos grises –fríos como el acero de un cuchillo de carnicero– aún conservaban un brillo depredador, el último vestigio de un hombre que había follado a ...